Cuando cayó el penúltimo cacao,
Argelia pegó su primer grito.
Se dice que dijo “muuuuuuuuuujer” y
del nido revolotearon las aves, en la cueva aulló la ola y la
montaña sonrió.
Rosario López y Pedro María Laya la
cogieron del árbol y a la mañana siguiente, de ella corrió la
leche espesa como sudor de África.
Se enfermaba tanto que creían que se
iría. Pero supo resistir los remolinos de viento que jugaban con
ella, en el patio. Tarde fue la escuela a su encuentro. Para entonces
aprendió a leer sola. Y se perdía en los ojos de su pantano
doméstico.
Con Pedro, su hermano mayor, jugó a
ser la cacica y para demostrarlo comió ají, se hirió con picos de
botella, saltó sobre la candela, se arrojó contra la ola más
grande, dejó que la arena le picara el culo.
Su piel fue una cumbe.
De su cabeza se desprendía la voz de
los tambores.
De su pecho el río que separó a la
mujer libre de la costra.
Su segundo nombre, es el de la patrona
de Río Chico, Mercedes, la virgen de la emancipación.
Su madre le enseñó la resistencia, el
cimarronaje, la palabra.
A su padre lo hacían preso por
conspirar, primero contra Castro y luego contra Gómez, hasta que lo
expulsaron del Estado Miranda y fueron a empobrecer los márgenes de
la capital.
Alguna vez tuvo que abandonar las
clases porque tenía hambre. Era mujer, negra y pobre, pero nunca
desposeída. Tenía poder, supo parirlo y pudo criarlo.
Antes de habitar las grietas de la
historia siendo la Comandanta Jacinta, Argelia se convirtió en
maestra. Poquito después manejaba con igual experticia chopos y
explosivos contra Pérez Jiménez.
Lo que no le sirvió durante su más
temible pelea. Fue violada y del forcejeo una barriga.
Decidió concebir. Y fue entonces madre
soltera, cuando a las maestras les era prohibido y lo mismo abortaban
que se suicidaban. La suspendieron por conducta inmoral, pero volvió
por todos los caminos.
Se preparó para traer a Perucho, sin
dolor. Y no fue sino hasta los ocho años que supo que Argelia
Mercedes era su madre, porque era muy peligroso revelar el vínculo.
Con casi cuarenta años pasó de
asistir a ser la propia guerrilla.
Ocuparía así un renglón en la lista
de “próximos fusilados” políticos.
Y desde el vientre del monte volvió a
levantarse contra el macho de izquierda, que creyó que la mujer iba
a la montaña a prepararle el mondongo, a lavarle los trapos.
Su credo pasó del evangelio al
socialismo criollo, para todas, para todos.
Argelia Laya vivió en El Valle, en el
piso 25 de un superbloque de Inavi. Única propiedad que heredó a
sus hijos. Desde su ventana miró como la montaña de donde debía
bullir la gente nueva se hacía pesebre de mano de obra barata.
Su sueldo de maestra lo rindió hasta
su muerte, para comer, para dar de comer, para hacerse de retazos de
tela con los que mandaba a coser las batolas bajo las que se le
recuerda pateando las calles de Caracas. También le fue suficiente
para poner en su repisa cremas de Colaped, con las que ponía
a sus nietas a sobarle los pies.
Del bolso negro grande pasó a una
pequeña maleta con ruedas en la que llevaba libros, libritos,
panfletos, folletos, todos enseñaban a la mujer cómo extender las
alas.
Parió a tres hombres: Pedro, Rafael y
Luis Guillermo. El hijo del medio murió en un accidente y los otros
le regalaron cuatro nietas: Rosario (engendrada por Pedro y una
indígena jivi cuando apenas tenía catorce años, por lo que fue
criada por su abuela paterna), Flora, Beatrice y Ananda (única hija
de Luis y que vivió con Argelia hasta su muerte).
A ella, todo partido que le apretó, se
lo sacó de encima, porque le gustó la holgura y la hizo su casa y
su tumba.
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Un día, mientras corría uno de
aquellos remolinos por los pasillos de sus pulmones, Argelia se dejó
llevar. De ella cayó un único largo zarcillo en la tierra. En la
Finca Las Mercedes murieron los cacaotales, la lechosa se negó a
madurar, el riki riki a florecer. Las grandes cerraduras de su cuarto
se oxidaron.
La ciénaga que la vio madurar hasta
caer, anegó y elevó las hojitas del manglar a media asta.
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