martes, 20 de octubre de 2015

Gastronauta 58: Regreso



No se pregunta la cayena a qué hora va a morir y su muerte no conmueve al viento, que sigue bailando detrás de la hoja. Y se marchita al norte de la caña, un palo que añora la multitud de pezones rubios leonado en los que acaba su flor.
Los pétalos son lágrimas de tierra.
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Anduvo el tallo conjugando otros idiomas y oliendo aquí y allá, lo prohibido, entonces brotó dientes y saliva en cada veta. La leche rezumó como quien llora la vida por temer a la muerte, el miedo infló sus venas hasta que tallo no fue nunca más.
El tallo es la reunión de anillos que conecta al sol del centro de la tierra con el sol de los tres brazos de Orión.
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Su ala quiso convertirse en una mano y la palma miró al cielo esperando que la voz de la lluvia lloviera. Claridad tras claridad, la sequía de los milagros lo obligó a empuñar los dedos. Hubo de arrastrarse por la arena hasta el centro de la marea, bajo la sombra de una magnolia.
Cuando desanudó, el árbol aspiró sus plumas y dejó caer en aquella carne dos pétalos blanquísimos. Desde entonces, son parientes las alas y la tiniebla.
Si el mar es el espejo del cielo, quién se atreve a asegurar que los peces no vuelan. Las plumas son escamas estiradas por el viento. Las escamas son alas endurecidas por el oleaje. La mano, una palmera sin cocos.

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En el nacimiento de la espalda, justo debajo de su primera rama, una fila de pelos largos como el primer llanto, se alza al canto de los grillos. Su cara es la de su madre, ramo de hijos, huerto de pinos azules. Sus bocas, las de su padre, un lobo rojo del norte, que tiene como costumbre lamer las historias de la madre. Sus bocas -porque por cada gajo un par de labios y una fila de caninos- se abrían a la luna.
Lo mismo vuela que nada, que se siembra y puede vivir en este y otros mundos, o en todos a la vez. Se le conoce porque cuando se acerca gotean yerberas amarillas. Y el collar de mariposas monarca palpita en su pecho, corona sin rey, como campanada de iglesia, rosario de prozac masticable.
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Alguna vez rezaron en sus pies y una vela acabó con sus huesos. De su esqueleto brotó un sable aceituna que le sirvió para correr, también para arbolar y permanecer. En el humo de la quema podía leerse su nombre, pero su presencia hacía que ardieran los ojos, los ajos y en el vapor de aquello se humedecía el fogón, se apagaba la leña y se descosía la cebolla, hasta volver a la tierra.
La redondez de la cebolla, que orienta el ecuador del planeta, cupo en el abrazo de sus manos y como mandarina se desgajó perla por perla hasta brotar espigas verdes de punta roma, color sangre como cerecita de monte.
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Ha aprendido a nacer de la fosa. Y, es tan verdadera su muerte como la del que muere de viejo. Quiere irse en el jardín cuando a la rosa la abandone el olor; y, en el último cielo para el orégano, guardar su miembro en una cala y reposar para volver más luego, cuando el valle coseche tambores de patilla dulce como la miel de sus tetas.

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