No se pregunta la
cayena a qué hora va a morir y su muerte no conmueve al viento, que
sigue bailando detrás de la hoja. Y se marchita al norte de la caña,
un palo que añora la multitud de pezones rubios leonado en los que
acaba su flor.
Los pétalos son
lágrimas de tierra.
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Anduvo el tallo
conjugando otros idiomas y oliendo aquí y allá, lo prohibido,
entonces brotó dientes y saliva en cada veta. La leche rezumó como
quien llora la vida por temer a la muerte, el miedo infló sus venas
hasta que tallo no fue nunca más.
El tallo es la reunión
de anillos que conecta al sol del centro de la tierra con el sol de
los tres brazos de Orión.
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Su ala quiso
convertirse en una mano y la palma miró al cielo esperando que la
voz de la lluvia lloviera. Claridad tras claridad, la sequía de los
milagros lo obligó a empuñar los dedos. Hubo de arrastrarse por la
arena hasta el centro de la marea, bajo la sombra de una magnolia.
Cuando desanudó, el
árbol aspiró sus plumas y dejó caer en aquella carne dos pétalos
blanquísimos. Desde entonces, son parientes las alas y la tiniebla.
Si el mar es el espejo
del cielo, quién se atreve a asegurar que los peces no vuelan. Las
plumas son escamas estiradas por el viento. Las escamas son alas
endurecidas por el oleaje. La mano, una palmera sin cocos.
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En el nacimiento de la
espalda, justo debajo de su primera rama, una fila de pelos largos
como el primer llanto, se alza al canto de los grillos. Su cara es la
de su madre, ramo de hijos, huerto de pinos azules. Sus bocas, las de
su padre, un lobo rojo del norte, que tiene como costumbre lamer las
historias de la madre. Sus bocas -porque por cada gajo un par de
labios y una fila de caninos- se abrían a la luna.
Lo mismo vuela que
nada, que se siembra y puede vivir en este y otros mundos, o en todos
a la vez. Se le conoce porque cuando se acerca gotean yerberas
amarillas. Y el collar de mariposas monarca palpita en su pecho,
corona sin rey, como campanada de iglesia, rosario de prozac
masticable.
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Alguna vez rezaron en
sus pies y una vela acabó con sus huesos. De su esqueleto brotó un
sable aceituna que le sirvió para correr, también para arbolar y
permanecer. En el humo de la quema podía leerse su nombre, pero su
presencia hacía que ardieran los ojos, los ajos y en el vapor de
aquello se humedecía el fogón, se apagaba la leña y se descosía
la cebolla, hasta volver a la tierra.
La redondez de la
cebolla, que orienta el ecuador del planeta, cupo en el abrazo de sus
manos y como mandarina se desgajó perla por perla hasta brotar
espigas verdes de punta roma, color sangre como cerecita de monte.
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Ha aprendido a nacer de
la fosa. Y, es tan verdadera su muerte como la del que muere de
viejo. Quiere irse en el jardín cuando a la rosa la abandone el
olor; y, en el último cielo para el orégano, guardar su miembro en
una cala y reposar para volver más luego, cuando el valle coseche
tambores de patilla dulce como la miel de sus tetas.
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