Lo unta contra la pared
le come la orilla de
los labios
y le aprieta las
nalgas.
La sube en la mesa
y dibuja su nombre con
un hilo de saliva
en el envés de su
muslo derecho.
La voltea y ahora las
piernas le cuelgan de la madera
y en las palmas de sus
manos recoge la carne de sus tetas.
Ella contiene por un
segundo el aire y roba el corazón de las flores que en frente
perfuman la mesa.
Me asomo para mirarnos,
bestias de lenguas de
fuego.
Baja la pantaleta negra
hasta los tobillos
y se aleja un poco para
contemplar aquello.
Respira, la respira
profundo, casi la suspira, cierra los ojos y la guarda.
Vuelve.
Entonces, deja caer su
peso en la espalda de ella
retorna todo temblor
la abraza.
Ella lo siente crecer
y quiere que su gota
primera la bautice.
Se vuelve hacia él
y lo mismo le baja el
cierre
que se desenrolla como
lengua de mariposa.
Teje un cuenco entre
sus dedos
para que caigan los
pedazos de la concha:
una vaina de tamarindo
del color de la corteza
y que una vez que se
lame, prospera.
Ella lo coloca en medio
de sus piernas
y se lo pasa de una
boca a otra.
Él canta.
Se arroja desde el
ombligo de ella a su grieta
y deja que su boca vaya
y venga de los labios de esta cayena con cortinas rosa.
Es un tigre que
se detiene en el charco a mirar cómo lengüetea sus manchas.
Hasta que llega a casar
humedales
como el río que besa
al mar.
Y así, un cuerpo
la masa.
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Recuerde, para que la
masa no se pegue de la superficie, espolvoree.
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