Siempre tuve alma de
gorda. Yo, tenía unos ocho años cuando me quedaba con la señora de
la cantina a limpiar después de que todos se iban, para ganarme un
tequeñón, una masa frita larga como el cuello de una jirafa que
envolvía pedacitos de queso derretidos al calor de aceite hirviente
y viejo (muy viejo). Era cuando estudiaba en la escuelita vieja, de
la que sólo queda en pie una pared. La de la bodega. Lo demás se lo
llevó por delante un pilote del ferrocarril. La modernidad.
Justo en esa pared iba
a parar el aceite en el que todo lo freían. Se decía que hasta los
jugos. También los gatos. Porque gato que llegaba, gato que
desaparecía. Los niños pensaban o que se lo comían las ratas, o
que la señora de la cantina los picaba y repartía en las empanadas,
o que iban a parar al muro aquel, detrás de un friso que en verdad
encubría cadáveres.
Incluso cuando no
estaban, los maullidos descosían los nervios de algunos cazadores de
miedo.
Por eso prefería los
tequeños, quizás por eso nunca me gustó la carne, tampoco los
gatos.
Me quedaba con Chica
para constatar que todo era mentira, pero ella, la señora de la
cantina, siempre fue muy misteriosa y detrás de su delantal
grasiento y manchado, escondía secretos que ningún jabón desleía.
Cuando me metía en
problemas, la señora Chica, me abría la puerta de la cantina y yo
me escondía. Me sentaba en una silla vieja, sin respaldo y que
pellizcaba el culo, a esperar que la marea bajara. Como si pudiera.
Desde el búnker, me fijaba si apilaba las colas, las orejas. “No
desperdiciará nada”, me dije.
Mamá me hacía la
merienda. No recuerdo un día en que no madrugara para ello. Porque
no había dinero, porque era más sano, porque no quería que
comiéramos carne de gato, en fin.
Pero fue en la cantina
que descubrí mi amor por el caramelo y no ha habido mayor fidelidad
en mi vida desde esos días. Entonces, no como ahora, no llevaba la
cuenta de cuánto cuesta aquello, ni esto. Simplemente reunía lo que
podía y me compraba una chupeta. Me asustaba que tuviera un pelo y
que se le saliera un “miau”, pero al rato se me olvidaba. Lo
recordaba cuando me leía los años en las piernas de blanco
porcelana, a cuya escarpada iba a dar el pelaje minino.
Estratégicamente, mamá
era maestra en la misma escuela en la que estudiábamos sus cuatro
hijos. Y aparte de hacernos la merienda a nosotros, preparaba unas
cuantas arepas demás para sus alumnos que iban sin desayuno. Pero
nunca fue suficiente. Así que mi madre autorizaba en la cantina que
sus alumnos pidieran comida a su nombre.
En la cuenta hacían
fila los refrescos, las chupetas, los gatos por liebre.
Mamá pedía que no se
vendiera, o que lo ocultaran a los ojos de los niños.
Y era simplemente un
asunto capitalista: cuanto menos lo ofertaban, más lo querían.
----
Treinta años tardó en
llegar el decreto que le prohibiera a la señora Chica freír gatos,
vender CocaCola, y sólo dos semanas que quien redactara la orden se
echara pa' atrás y agregara así un poquito más de aceite al rancio
muro que se guarda en nuestra estantería, como recuerdito de
bautizo:
“La Resolución DM/N° 084, deroga la Resolución
DM/N° 080, de fecha 3 de septiembre de 2015, donde se dictan las
Normas sobre las cantinas escolares en el Subsistema de Educación
Básica”.
Mi madre aprieta la
secreta esperanza de que esto haya ocurrido porque arreciarán las
normas y que pasado quince días más, el Ministro hará pública
otra resolución. Pero llevamos una quincena y nada. Ella y yo
sabemos que no hay papel que no manche la grasa, y que The CocaCola
Company siempre cae de pie.
Le toca a la madre,
también al padre, enseñar a comer en casa y de casa, a hacer y a
que no todo se compra. Porque incluso habiendo una Ley, no puede el
Estado obligar a nadie a vivir sin estar muriendo. Ya la escuela se
le parece mucho a una cárcel, por qué tendrían los carceleros que
cuidar lo que sus progenitores no hicieron. Después de todo cuando
el gato no está, las ratas hacen fiesta.
Desde hace rato sé de
propuestas de Ley que regulan las ventas vinculadas y la publicidad
que ataca a la niñez, tipo Cajita feliz, también de regulaciones
como la que acaban de declinar en la que se prohíbe la venta de
refritos, bebidas energizantes, o preparaciones con excesiva sal,
azúcar y potenciadores de sabor (como el glutamato monosódico). La
pegunta es por qué una revolución (en la que el 40% de sus niños
sufren las consecuencias del sobrepeso y la obesidad) no se permite
reglamentar al respecto. Ahora que se avecinan las parlamentarias,
precisamente, ¿no es sospechoso ése tira y encoge?
Acaban de decretar que
el uso del uniforme escolar no es obligatorio ¿en cuánto tiempo
dirán lo contrario?
No hay comentarios:
Publicar un comentario