martes, 6 de octubre de 2015

Gastronauta 56 Cantina


Siempre tuve alma de gorda. Yo, tenía unos ocho años cuando me quedaba con la señora de la cantina a limpiar después de que todos se iban, para ganarme un tequeñón, una masa frita larga como el cuello de una jirafa que envolvía pedacitos de queso derretidos al calor de aceite hirviente y viejo (muy viejo). Era cuando estudiaba en la escuelita vieja, de la que sólo queda en pie una pared. La de la bodega. Lo demás se lo llevó por delante un pilote del ferrocarril. La modernidad.
Justo en esa pared iba a parar el aceite en el que todo lo freían. Se decía que hasta los jugos. También los gatos. Porque gato que llegaba, gato que desaparecía. Los niños pensaban o que se lo comían las ratas, o que la señora de la cantina los picaba y repartía en las empanadas, o que iban a parar al muro aquel, detrás de un friso que en verdad encubría cadáveres.
Incluso cuando no estaban, los maullidos descosían los nervios de algunos cazadores de miedo.
Por eso prefería los tequeños, quizás por eso nunca me gustó la carne, tampoco los gatos.
Me quedaba con Chica para constatar que todo era mentira, pero ella, la señora de la cantina, siempre fue muy misteriosa y detrás de su delantal grasiento y manchado, escondía secretos que ningún jabón desleía.
Cuando me metía en problemas, la señora Chica, me abría la puerta de la cantina y yo me escondía. Me sentaba en una silla vieja, sin respaldo y que pellizcaba el culo, a esperar que la marea bajara. Como si pudiera. Desde el búnker, me fijaba si apilaba las colas, las orejas. “No desperdiciará nada”, me dije.


Mamá me hacía la merienda. No recuerdo un día en que no madrugara para ello. Porque no había dinero, porque era más sano, porque no quería que comiéramos carne de gato, en fin.
Pero fue en la cantina que descubrí mi amor por el caramelo y no ha habido mayor fidelidad en mi vida desde esos días. Entonces, no como ahora, no llevaba la cuenta de cuánto cuesta aquello, ni esto. Simplemente reunía lo que podía y me compraba una chupeta. Me asustaba que tuviera un pelo y que se le saliera un “miau”, pero al rato se me olvidaba. Lo recordaba cuando me leía los años en las piernas de blanco porcelana, a cuya escarpada iba a dar el pelaje minino.

Estratégicamente, mamá era maestra en la misma escuela en la que estudiábamos sus cuatro hijos. Y aparte de hacernos la merienda a nosotros, preparaba unas cuantas arepas demás para sus alumnos que iban sin desayuno. Pero nunca fue suficiente. Así que mi madre autorizaba en la cantina que sus alumnos pidieran comida a su nombre.
En la cuenta hacían fila los refrescos, las chupetas, los gatos por liebre.
Mamá pedía que no se vendiera, o que lo ocultaran a los ojos de los niños.
Y era simplemente un asunto capitalista: cuanto menos lo ofertaban, más lo querían.

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Treinta años tardó en llegar el decreto que le prohibiera a la señora Chica freír gatos, vender CocaCola, y sólo dos semanas que quien redactara la orden se echara pa' atrás y agregara así un poquito más de aceite al rancio muro que se guarda en nuestra estantería, como recuerdito de bautizo:
“La Resolución DM/N° 084, deroga la Resolución DM/N° 080, de fecha 3 de septiembre de 2015, donde se dictan las Normas sobre las cantinas escolares en el Subsistema de Educación Básica”.
Mi madre aprieta la secreta esperanza de que esto haya ocurrido porque arreciarán las normas y que pasado quince días más, el Ministro hará pública otra resolución. Pero llevamos una quincena y nada. Ella y yo sabemos que no hay papel que no manche la grasa, y que The CocaCola Company siempre cae de pie.

Le toca a la madre, también al padre, enseñar a comer en casa y de casa, a hacer y a que no todo se compra. Porque incluso habiendo una Ley, no puede el Estado obligar a nadie a vivir sin estar muriendo. Ya la escuela se le parece mucho a una cárcel, por qué tendrían los carceleros que cuidar lo que sus progenitores no hicieron. Después de todo cuando el gato no está, las ratas hacen fiesta.

Desde hace rato sé de propuestas de Ley que regulan las ventas vinculadas y la publicidad que ataca a la niñez, tipo Cajita feliz, también de regulaciones como la que acaban de declinar en la que se prohíbe la venta de refritos, bebidas energizantes, o preparaciones con excesiva sal, azúcar y potenciadores de sabor (como el glutamato monosódico). La pegunta es por qué una revolución (en la que el 40% de sus niños sufren las consecuencias del sobrepeso y la obesidad) no se permite reglamentar al respecto. Ahora que se avecinan las parlamentarias, precisamente, ¿no es sospechoso ése tira y encoge?
Acaban de decretar que el uso del uniforme escolar no es obligatorio ¿en cuánto tiempo dirán lo contrario?

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