martes, 27 de octubre de 2015

Gastronauta 59: José Gregorio, el santo sin iglesia



Mi hermana tendría ocho años cuando una tarde las piernas le fallaron y en medio del desvarío nos dijo “no puedo caminar”. Y no pudo. Nos fuimos al Hospital en un grito y una carrera.

Allí, en la emergencia, la vieron médicos y mediquitos. Le hicieron placas, exámenes y le ordenaron estudios aquí y por allá.

El diagnóstico llegó mucho más rápido aún, una bacteria en la sangre.

La única forma de curarla era extrayendo líquido de la columna. Procedimiento que iba a salvarla pero con una consecuencia: quedaría paralítica de por vida.

Mi madre lloró hasta desbordar el Río Tuy.

Ésa misma noche y agotados los rezos hasta el último “amén”, mamá quedó a los pies de la camilla noqueada por el llanto. Mi hermana se durmió sin sobresaltos, ajena a la preocupación.

A eso de las tres de la mañana, mi hermana despertó sudando. Lo recuerda con una asombrosa precisión. Por un costado de la cama se acercaba un hombre de sombrero y traje negro que hacía el recorrido en la sala de emergencias. Ella no sintió miedo. No era un ser del más allá, ni de ultratumba. Ningún halo de luz divina lo rodeaba... era uno de esos médicos que no dejan descansar a los pacientes, despertándolos a media madrugada para darles un medicamento.

Lo miró a la cara quitándose el sueño de los ojos.
“Soy el doctor José Gregorio Hernández ¿Dónde te duele?”, preguntó.


Ella le indicó el sitio exacto de donde nacían sus dolores. Aquel doctor de cara dulce la examinó lentamente y le pidió que se quedara tranquila:
-¡Esto se va a curar!
La sobó. Sonrió y se fue.

A la mañana siguiente, mi hermana cuenta del médico que la visitó en la madrugada. Mi madre, que no lo sintió siquiera, salió a buscarlo en los pasillos, sin darse cuenta que lo tenía metido en la cartera.

La búsqueda de ese médico llega a oídos de otros. En un rato, -mínimo- una decena de especialistas rodean la cama de mi hermana. No pueden creerlo: la niña quiere y puede pararse. Y pasada la mañana, camina sin dificultad.

La niña no lo ve entre la multitud de batas blancas que la enciman. Sólo lo reconoce en la estampita que hace rato mi madre aprieta contra su pecho.
-¡Ése es, mamá!.

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Para que lo considere santo la Iglesia católica exige, al menos, un milagro verificable. Tampoco debe haber santuarios, ni estatuillas, ni estampitas, ni altares, menos culto a María Lionza. Sólo rezo.
Desde 1949 se levantó el expediente según el cual el “médico de los pobres” cumplía con todas las virtudes para subir de rango en el sacrosanto ejército yesos cristianos, pero lo máximo que llegó a convertirse fue en “venerable”. Desde entonces, no ha habido suficiente milagro. Lo que ha sido inversamente proporcional es la fe, que se eleva como espuma. Porque como siempre, el papeleo de las instituciones (en este caso, las religiosas) va por un lado, y las manifestaciones populares por otro ¿En qué estado de la burocracia eclesiástica se traspapeló el caso de Gollito? ¡Sólo Dios lo sabe! Y se duda de su existencia. Así que se jodió.
Es decir, el milagro no es el que hace José Gregorio. El milagro sería que lo declaren santo.

Lo estamos haciendo mal.
Durante su corto paso por el Vaticano, Ratzinger viajó a Brasil a “renovar la fe”. Otras religiones se apoderaban de los fieles en el gigante del norte, disminuyendo el número de católicos. Incluso había una oficina que elaboraba la religión de su preferencia, a su “imagen y semejanza”. Y la recaudación del diezmo daba cuenta del robo de creyentes a la religión oficial.
La iglesia no se permitió tal “blasfemia” y elevó rápidamente a calidad de “santo” a uno de los venerados por el pueblo pobre: al padre franciscano Fray Galvao. Y santo remedio. La propaganda hizo el resto.
Lo estamos haciendo mal entonces, porque para que los milagros se salten la exhaustividad científica vaticana, lo que debemos hacer es dejar de creer en la Iglesia.
Y es más fácil de lo que usted piensa. Siéntese a pensar que el Vaticano -y sus franquicias- calla ante la revelación de casos de pedofilia de sus exponentes en todo el mundo. Retuerza un poco su mente y sepa que se queda corto ante la imaginación de un clérigo respecto a su hijo. Eso por un lado. Por otro: recientemente explotó en la cara de todas y todos el caso de corrupción en el que el Banco del Vaticano se vio implicado. Los banqueros de Dios se cobraron el papado del pontífice nazi, al ser descubiertas más de veinte mil cuentas fraudulentas en el Instituto para las Obras de Religión, cuyos fondos entre otros objetivos se utilizaron para combatir la expansión comunista.
Y así, inserte usted el pecado de su preferencia y restriéguelo contra la sotana de curas y curitas.

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No se si calificar como milagro aquello ocurrido con mi hermana. No tenemos video, tampoco copia certificada y sellada por el médico en la que se diga que aquello pasó. Mamá todavía guarda los rayos equis, pero atesora todavía más la pequeña fotografía de aquel doctor, de bigotes oscuros, que la ayudó a encausar las lágrimas. A ella no le hace falta que unos corruptos le digan cómo rezarle, ni que una iglesia lo declare santo. Ella lo eleva solita.

Desde entonces, mi hermana y yo no podemos ser ateas por completo.

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