Mi hermana tendría
ocho años cuando una tarde las piernas le fallaron y en medio del
desvarío nos dijo “no puedo caminar”. Y no pudo. Nos fuimos al
Hospital en un grito y una carrera.
Allí, en la
emergencia, la vieron médicos y mediquitos. Le hicieron placas,
exámenes y le ordenaron estudios aquí y por allá.
El diagnóstico llegó
mucho más rápido aún, una bacteria en la sangre.
La única forma de
curarla era extrayendo líquido de la columna. Procedimiento que iba
a salvarla pero con una consecuencia: quedaría paralítica de por
vida.
Mi madre lloró hasta
desbordar el Río Tuy.
Ésa misma noche y
agotados los rezos hasta el último “amén”, mamá quedó a los
pies de la camilla noqueada por el llanto. Mi hermana se durmió sin
sobresaltos, ajena a la preocupación.
A eso de las tres de la
mañana, mi hermana despertó sudando. Lo recuerda con una asombrosa
precisión. Por un costado de la cama se acercaba un hombre de
sombrero y traje negro que hacía el recorrido en la sala de
emergencias. Ella no sintió miedo. No era un ser del más allá, ni
de ultratumba. Ningún halo de luz divina lo rodeaba... era uno de
esos médicos que no dejan descansar a los pacientes, despertándolos
a media madrugada para darles un medicamento.
Lo miró a la cara
quitándose el sueño de los ojos.
“Soy el doctor José
Gregorio Hernández ¿Dónde te duele?”, preguntó.
Ella le indicó el
sitio exacto de donde nacían sus dolores. Aquel doctor de cara dulce
la examinó lentamente y le pidió que se quedara tranquila:
-¡Esto se va a curar!
La sobó. Sonrió y se
fue.
A la mañana siguiente,
mi hermana cuenta del médico que la visitó en la madrugada. Mi
madre, que no lo sintió siquiera, salió a buscarlo en los pasillos,
sin darse cuenta que lo tenía metido en la cartera.
La búsqueda de ese
médico llega a oídos de otros. En un rato, -mínimo- una decena de
especialistas rodean la cama de mi hermana. No pueden creerlo: la
niña quiere y puede pararse. Y pasada la mañana, camina sin
dificultad.
La niña no lo ve entre
la multitud de batas blancas que la enciman. Sólo lo reconoce en la
estampita que hace rato mi madre aprieta contra su pecho.
-¡Ése es, mamá!.
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Para que lo considere
santo la Iglesia católica exige, al menos, un milagro verificable.
Tampoco debe haber santuarios, ni estatuillas, ni estampitas, ni
altares, menos culto a María Lionza. Sólo rezo.
Desde 1949 se levantó
el expediente según el cual el “médico de los pobres” cumplía
con todas las virtudes para subir de rango en el sacrosanto ejército
yesos cristianos, pero lo máximo que llegó a convertirse fue en
“venerable”. Desde entonces, no ha habido suficiente milagro. Lo
que ha sido inversamente proporcional es la fe, que se eleva como
espuma. Porque como siempre, el papeleo de las instituciones (en este
caso, las religiosas) va por un lado, y las manifestaciones populares
por otro ¿En qué estado de la burocracia eclesiástica se
traspapeló el caso de Gollito? ¡Sólo Dios lo sabe! Y se duda de su
existencia. Así que se jodió.
Es decir, el milagro no
es el que hace José Gregorio. El milagro sería que lo declaren
santo.
Lo estamos haciendo
mal.
Durante su corto paso
por el Vaticano, Ratzinger viajó a Brasil a “renovar la fe”.
Otras religiones se apoderaban de los fieles en el gigante del norte,
disminuyendo el número de católicos. Incluso había una oficina que
elaboraba la religión de su preferencia, a su “imagen y
semejanza”. Y la recaudación del diezmo daba cuenta del robo de
creyentes a la religión oficial.
La iglesia no se
permitió tal “blasfemia” y elevó rápidamente a calidad de
“santo” a uno de los venerados por el pueblo pobre: al padre
franciscano Fray Galvao. Y santo remedio. La propaganda hizo el
resto.
Lo estamos haciendo mal
entonces, porque para que los milagros se salten la exhaustividad
científica vaticana, lo que debemos hacer es dejar de creer en la
Iglesia.
Y es más fácil de lo
que usted piensa. Siéntese a pensar que el Vaticano -y sus
franquicias- calla ante la revelación de casos de pedofilia de sus
exponentes en todo el mundo. Retuerza un poco su mente y sepa que se
queda corto ante la imaginación de un clérigo respecto a su hijo.
Eso por un lado. Por otro: recientemente explotó en la cara de todas
y todos el caso de corrupción en el que el Banco del Vaticano se vio
implicado. Los banqueros de Dios se cobraron el papado del pontífice
nazi, al ser descubiertas más de veinte mil cuentas fraudulentas en
el Instituto para las Obras de Religión, cuyos fondos entre otros
objetivos se utilizaron para combatir la expansión comunista.
Y así, inserte usted
el pecado de su preferencia y restriéguelo contra la sotana de curas
y curitas.
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No se si calificar como
milagro aquello ocurrido con mi hermana. No tenemos video, tampoco
copia certificada y sellada por el médico en la que se diga que
aquello pasó. Mamá todavía guarda los rayos equis, pero atesora
todavía más la pequeña fotografía de aquel doctor, de bigotes
oscuros, que la ayudó a encausar las lágrimas. A ella no le hace
falta que unos corruptos le digan cómo rezarle, ni que una iglesia
lo declare santo. Ella lo eleva solita.
Desde entonces, mi
hermana y yo no podemos ser ateas por completo.
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