Le pregunto a un amigo qué hacía
Anita. Yo quería saber si la cacica seguía haciendo quesos,
sembrando aquí, ordenando allá. Y me respondió: “en horas de la
mañana viene a enterrar a su hijo Cristóbal, en la comunidad Kuse”.
Cristóbal a la mitad de la calzada
para ser hombre, todavía niño, ha sido muerto en manos de algunos
“efectivos”, por ser testigo en el asesinato del cacique Sabino
Romero.
Ana no camina, Ana vela el sepulcro.
Quinientos años no han podido
consumirla. Pero de a poco acaban con todo hombre que la rodea,
porque la historia cree que así lograrán disminuirla. Sí, la
historia es una bala, un gran falo de pólvora.
Ana había enterrado a dos hijos, y a
cinco más había curado de ser heridos. También a ella la hirieron,
a ella que resiste al puma de mil cabezas que lo mismo se la come,
que la roba, que la cerca.
Se supone que debía celebrar, porque
en vez de veinticuatro mil hectáreas, ahora explotarán sólo siete
mil del carbón de la sierra que custodia. Pero no tiene cara para la
fiesta.
Debió alegrarse por los treinta años
de condena contra “El Manguera” que asesinó a sus hijos, también
a su compa de lucha Sabino, pero son cuatro los menos y hubiese
querido sus vidas y la libertad a cambio. Los Manguera se multiplican
y el exterminio anunciado continúa.
La odia el ganadero, el guerrillero, el
paraco, el terrateniente, el cacique que se vende, el Estado que no
logra dar con ella, la odia el watía. Y con igual fiereza la ama la
montaña, el arco, la flecha, la dignidad.
Cacica kuse, Anita, ronda los
cincuenta, pero la cordillera la hace eterna. Jesús -un wayúu de
por los caminos, que se está quedando ciego- atraviesa sus aguas.
Carmen Fernández Romero es su nombre de pila, pero prefiere ella
llamarse -y también el watía llamarla- Anita. Su padre fue wayúu,
y ella se asume yukpa, como la matriz que la enraizó a los bordes
del río Yasa y Tukuko.
Del préstamo del Fondas, las vacas que
le dan dos litros de leche diario que lleva al mercado de Machiques.
A veces las gallinitas le dan huevos, o cultiva ají, yuca y
plátanos, que les cambian por un par de monedas.
El dinero le mediosirve para ir y
venir.
Es temprano y llega a Caracas. Trae los
papeles que le han ordenado desde la burocracia para que las mujeres
de su comunidad reciban la mensualidad retrasada desde hace unos
meses de la Misión Madres del Barrio, también es la encargada de
que se aceleren los créditos agrícolas y avance la demarcación de
tierras por la que han pasado por la pólvora a su gente.
En una bolsa de plástico los ordena
con precisión. No puede permitirse errores, porque de ella depende
el alimento de la comunidad. De su puritica sangre diez hijos la
aguardan y treinta y cinco nietos. Todas y todos se guarecen del
aguacero bajo las latas de zinc de su racho de madera y adobe.
Se la ve serena y no es sino cuando una
le suelta la lengua que se revientan los diques y una cascada de
dolor destroza cuanto pecho se atreva a ponerle frente. Ella no
llora.
El Estado le prometió pagar las
bienhechurías de las parcelas Las Flores, cuyos terrenos se pelea
con el hacendado de Las Delicias y sus matones. No lo hizo. Le
aseguró resarcir los daños causados por la aprehensión injusta,
durante diecinueve meses, de su hijo. No lo hizo. Le garantizó
custodia. Tampoco cumplió.
A su hijo Alexander, aquel muchacho de
mirada rasgada como pluma en horizonte, que acompañó en presidio a
Sabino Romero, lo mataron a tiros y le arrancaron los ojos con un
gancho de ropa.
La calma de Ana es la de una
tragavenados zigzagueando entre hojas secas, detrás de las pupilas
de su hijo.
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