La mujer yukpa sostiene el caribe con
los dientes.
Lucía se pone por occidente, después
de rasgar el cielo sobre la cabecera del Lago.
Es hija del río Yaza. Su madre, la
corriente. Su padre, las piedras.
Nueve hijos lega, once nietos.
Cuando le mataron al marido, la
hirieron no sólo en el brazo, sino en toda la Sierra. El corazón de
Perijá se detuvo y hubo que tejerlo con el alarido con el que le
canta la más bonita yukpa, para que andara.
Habla el castellano poquito y poquito
le habla el castellano.
La historia de Lucía Martínez Romero
es una cesta, el entrecruzamiento y la torsión de la palma, una
espiral de hoja larga y seca como el humo del tabaco.
Se dice que un día Sabino la oyó,
apretó los ojos y cuando los abrió, ella se plantó en su cara y él
en la de ella. Desde entonces, supieron que sus almas reían. Él la
celaba de la brisa que mecía el monte. Ella faraleó su conuco y
desenvainó el machete cuando vinieron a robarla.
Se amaron a pesar de los traficantes de
la tierra.
Y alzaron lata y cocotero para
construir una choza que le tumban de cuando en cuando.
Lucía se ha subido a una palmera y
desde su copa verde sigue su procesión de muertos, la vela que le
enciende el watía, la bandera que alza el político, mira cómo unos
que se mientan guerrilleros se les llevan las vaquitas y el toro. Vio
llegar a su suegro mediomuerto a golpes y terminar de partir envuelto
entre hojas, en posición fetal para volver al ombligo de la madre.
Podría Lucía venderse, como algunos
de sus vecinos, podría pactar y desaparecer en paz. Pero la mujer
yukpa no conoce la rendición. Prefiere sangrar sus manos con cada
cesta, que ofertar el alma que todavía le sonríe a Sabino.
Un año después de que los perros de
la tierra lo descuartizaran, el paludismo se llevó a su hija Mirian,
si acaso la única en Chaktapa que tejía incluso más bonito que la
mama.
Lucía lloró la chicha que todos
bebieron, amarga, aguada.
Alguna vez cerró los dos ojos y pudo
regresar a las manos de su hombre, nuestro Guaicaipuro. Volvieron a
cantar juntos. La canela de los labios de Sabino se acercó a sus
oídos, ordenó sus mechas azabache detrás de la oreja de Lucía y
en un suspiro le suplicó siguiera la lucha por la tierra.
El fuego en su ingle lo conjuró a sus
estrellas, un cielo oscuro, espeso. Ella lamió sus cicatrices.
Y Sabino, Sabino fue de Lucía.
Un disparo la devolvió a Tizina, al
norte del Tukuko.
Por la noche le ha tocado zarandear a
éste que quiere tocar a su nieta, o guardar una parte de la pensión
de Madres del barrio para que no violen a una hija, o librarse de una
mamada a éste sicario, o aquel cuatrero. Tiene que pagar para que no
la obliguen.
Ella intenta ser cacica a solicitud de
su comunidad, pero no puede costear los dos días de asamblea en los
que debe proveer la atención de las otras comunidades que deben
aprobar su liderazgo.
Cincuenta años tiene Lucía. Y la
sangre -su sangre, que abona la tierra que la delineó- podría
agitar los ríos que atraviesan la Sierra, porque escarban Perijá
desde antes de que naciera.
Un siglo completico entre el filo y la
pólvora obligaron a sus ancestros a refugiarse bajo la fronda
profunda.
Confío. Volverán al verde a saber
vivir sin mendigar la vida.
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