martes, 8 de septiembre de 2015

Gastronauta 51: Receta para la guerra


Mi abuelo cocinaba para los soldados italianos en la segunda guerra mundial. Se supone que eso hacía. Qué cómo tocaba varios instrumentos musicales y hablaba varios idiomas. La nebulosa de la guerra le sirvió para justificarlo todo. Llegó a Venezuela por el Zulia y dijo llamarse Antonio Fernández Guido.
En Charallave abrió un restaurante y al dejarlo diluir se dedicó a construir buena parte del pueblo viejo.
Los que lo recuerdan lo hacen con un saco de papas a un extremo y varios más en fila, repartiendo comida aquí y allá, porque le temía al hambre y no soportaba que le rodeara.
Mi abuelo el inmigrante, encontró en los valles a los que atravesó alguna vez el río Tuy, un cielo de mangos, para reposar -sólo un poco- de los odios que cimientan la historia de occidente.

Mi tío lo recuerda al frente de un tendedero de embutidos y pastas, con un delantal manchado de sangre. Mamá lo encuentra en la mitad de un vaso de vino Sansón revuelto con ojo de buey.
La abuela se le unía para abrirle un huequito al huevo tibio y batido, que empinaban a cada uno de sus doce hijos, más un buchito de cerveza. Una receta para recomponer el camino era el corazón de un tortolito, o el caldo de unas patas de gallina.
Nunca faltaba el tinto en la mesa, para el que la edad no importaba.
Les enseñó a hacer pan y a ganarse la comida.
Todos tenían tareas. Y unos y otras se despertaban a las cuatro de la mañana a pilar el maíz para hacer una ruma de arepas a los albañiles que trabajaban en la constructora. Y no una, no.

Así, la cocina se convertiría en el centro de reuniones en hogar de mi madre y esta barajita nos saldría repetida hasta el sol de hoy en cada una de la casas en que el abuelo ha dejado su semilla.
Cuando todavía no sabíamos ni escribir bien, mis primos, mis hermanos y yo, voceábamos versos montaña abajo en nuestro barrio para vender suspiros y empanadas y arrimar para el mercado de la semana. Ya el abuelo había muerto y con él toda sombra de fortuna. Nos quedaron sus mañas, y sus ollas.
Empanada, empanada,
¡dame culo y no digas nada!”

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El abuelo dijo que venía de la punta de la bota, justo de un pedacito de mar, pero era blanco como clara de huevo batida y en el color de sus ojos el Tirreno.
Los peces y la papa se los trajo, la guerra también.

En el jugo de un limón y bajo un chorro de vinagre, se remoja la sardina de una o dos latas. Mientras esto sucede, una media hora por lo menos, se sancocha seis papas de tamaño mediano y se hacen puré con mantequilla (aceite sino tiene), un poco de leche (si la hay) y queso. Se pican unos dos tomates, una rama de celery y la mitad de una cebolla.
Se escurre y lava la sardina. Se salpimienta, y le vuelve a bañar el jugo de un limón y un chorrito de aceite.
En una pyrex se extiende una capa de puré que cubra incluso las paredes de la tortera, en medio se dispone el pescado cocido tipo ceviche y sobre él la ensalada resultado de mezclar los vegetales. Se cubre con lo que reste del puré.
Se lleva al horno hasta que dore un poco la capa superior.
Se deja entibiar y se parte como un pastel. Se puede acompañar con casabe.
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Esta receta viene de la guerra para la guerra, aunque para que haya una por lo menos dos facciones deben enfrentarse, por lo que esto -que sufrimos en Venezuela- se parece más a un sometimiento.

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