Mi abuelo cocinaba para
los soldados italianos en la segunda guerra mundial. Se supone que
eso hacía. Qué cómo tocaba varios instrumentos musicales y hablaba
varios idiomas. La nebulosa de la guerra le sirvió para justificarlo
todo. Llegó a Venezuela por el Zulia y dijo llamarse Antonio
Fernández Guido.
En Charallave abrió un
restaurante y al dejarlo diluir se dedicó a construir buena parte
del pueblo viejo.
Los que lo recuerdan lo
hacen con un saco de papas a un extremo y varios más en fila,
repartiendo comida aquí y allá, porque le temía al hambre y no
soportaba que le rodeara.
Mi abuelo el
inmigrante, encontró en los valles a los que atravesó alguna vez el
río Tuy, un cielo de mangos, para reposar -sólo un poco- de los
odios que cimientan la historia de occidente.
Mi tío lo recuerda al
frente de un tendedero de embutidos y pastas, con un delantal
manchado de sangre. Mamá lo encuentra en la mitad de un vaso de vino
Sansón revuelto con ojo de buey.
La abuela se le unía
para abrirle un huequito al huevo tibio y batido, que empinaban a
cada uno de sus doce hijos, más un buchito de cerveza. Una receta
para recomponer el camino era el corazón de un tortolito, o el caldo
de unas patas de gallina.
Nunca faltaba el tinto
en la mesa, para el que la edad no importaba.
Les enseñó a hacer
pan y a ganarse la comida.
Todos tenían tareas. Y
unos y otras se despertaban a las cuatro de la mañana a pilar el
maíz para hacer una ruma de arepas a los albañiles que trabajaban
en la constructora. Y no una, no.
Así, la cocina se
convertiría en el centro de reuniones en hogar de mi madre y esta
barajita nos saldría repetida hasta el sol de hoy en cada una de la
casas en que el abuelo ha dejado su semilla.
Cuando todavía no
sabíamos ni escribir bien, mis primos, mis hermanos y yo, voceábamos
versos montaña abajo en nuestro barrio para vender suspiros y
empanadas y arrimar para el mercado de la semana. Ya el abuelo había
muerto y con él toda sombra de fortuna. Nos quedaron sus mañas, y
sus ollas.
“Empanada,
empanada,
¡dame culo y no
digas nada!”
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El
abuelo dijo que venía de la punta de la bota, justo de un pedacito
de mar, pero era blanco como clara de huevo batida y en el color de
sus ojos el Tirreno.
Los
peces y la papa se los trajo, la guerra también.
En
el jugo de un limón y bajo un chorro de vinagre, se remoja la
sardina de una o dos latas. Mientras esto sucede, una media hora por
lo menos, se sancocha seis papas de tamaño mediano y se hacen puré
con mantequilla (aceite sino tiene), un poco de leche (si la hay) y
queso. Se pican unos dos tomates, una rama de celery y la mitad de
una cebolla.
Se
escurre y lava la sardina. Se salpimienta, y le vuelve a bañar el
jugo de un limón y un chorrito de aceite.
En
una pyrex se extiende una capa de puré que cubra incluso las paredes
de la tortera, en medio se dispone el pescado cocido tipo ceviche y
sobre él la ensalada resultado de mezclar los vegetales. Se cubre
con lo que reste del puré.
Se
lleva al horno hasta que dore un poco la capa superior.
Se
deja entibiar y se parte como un pastel. Se puede acompañar con
casabe.
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Esta
receta viene de la guerra para la guerra, aunque para que haya una
por lo menos dos facciones deben enfrentarse, por lo que esto -que
sufrimos en Venezuela- se parece más a un sometimiento.
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