Ella aprieta la barriga, hasta que se
pone un poco azul y se desinfla en un suspiro, porque le cuesta
aceptar que es la carne que contiene la propia tierra.
De ecuador prominente puede parir al
que ríe, al que llora, puede hacer la lluvia, puede.
A la mujer que se reconoce curva no
hace falta que la montaña entera le deshaga los músculos, porque
son algas sus cabellos, y ondean sus caderas haciendo la música.
Las escamas han de ser pétalos hoy,
latas de zinc mañana.
El cuerpo de una mujer contiene poemas,
naranjas y a veces un río embaulado, que sangra y empluma la pulpa.
A las tres de la mañana es plaza de
pueblo en la que reposa la luna.
Y así la mujer no recuerde el nombre
de sus ancestros, su cuerpo sí.
Tiene memoria y en cada poro una foto.
Una vez mi abuela me dijo que enjuagara
en mis propias aguas mi cuerpo para que fuera cuerpo.
Su muerte no cupo en la urna.
También es sombra, la concha, el
carapacho. Las veces que el índice y el pulgar apagan el fuego
después de que la lengua humedezca la mecha, el cuerpo. La juntura
en la que tiniebla y piel son lo mismo.
No hay un sólo cuerpo de mujer incluso
en uno mismo. De a dos (ojos, manos, orejas, fosas, tetas, labios),
el cuerpo contiene más de un par. Adentro y afuera, arriba, abajo,
derecho, izquierdo, calmo y furioso.
Hay una trenza y su corte. Un alarido
de cuero. Le llaman ombligo y en él la cicatriz del sueño, en el
que todos fuimos mujer.
Y en el piedemonte que da comienzo a
nuestras piernas, el valle habitable. En medio el maizal se menea con
cada silbido de viento y las barbas brotan camino a la vida.
El sol brilla en cada rodilla, redondo
y huesudo. El sol suda.
Cuando camina, dos campanas retumban en
el monasterio de las ideas.
Hay cuerpos de mujer poseídos por el
hambre y no hay manjar que los pueda saciar. Y hay los que reconocen
la diferencia entre colonizar y polinizar.
Tantas mujeres hay que no le temen al
roce ni a la soledad y lo mismo crean el viento o agitan la marea con
sus branquias.
Las envuelve una fina brisa. La
reconoces porque cuando atraviesa el lugar el perfume de su cueva
convierte las hojas en ojos que caen de los árboles.
El pecho de una mujer puede sostener
alimento y sentimiento sea del grosor que sea y puede también
sostener la nada, caminar de puntita sin bajar el mentón, simulando
todo.
Al norte la guerra. La guerra al sur.
No sólo sangra la grieta. Y toca a la angustia el exilio en el
espejo. Se esmera por no ser veneno y cuelga de su cuello símbolos y
periquitos, como ristras de ajo.
Alcanza para amanecer y atardecer,
sosteniendo una nota morada sobre el cielo rosa de sus muslos.
Huele a madera vieja la vieja, la que
olvida el disfraz.
Y trata de cuajar la nube de polvo
aquella que sueña con anidar el cuerpo de mujer.
Mientras chillan los pájaros, y la
desnuda fuerza de una flor enmudece, el cuerpo sigue siendo cuerpo y
carga con el abismo de crearlo todo, de podrirlo.
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