jueves, 17 de septiembre de 2015

Mujerícola 18 Patti Smith


“En la vida de mi madre, la tragedia no tuvo fin. Sin embargo, ella se levantaba, tomaba aire y salía a lavar y a colgar ropa. Ella me decía que cuando miraba la ropa, las sábanas moviéndose al viento, y el sol, era como un nuevo comienzo”.

Hija de una testigo de Jehová, alguna vez gritó que Jesús había muerto por los pecados de alguien, pero no por los de ella. Patricia Lee -Patti- Smith, es una yegua en la sabana del poema, cuyos cascos aprovecha el rock para justificar su renacencia.
A los cuatro años alucinaba. La escarlatina se fue de su cuerpo, pero las imágenes habitaron sus días. Las oraciones de su madre fueron insuficientes, por eso inventó la poesía.
Una condición más la acompañaría: veía doble:
Su madre Beverly, la del tendedero y la cruz, y también cantante de jazz, la enseñaría a rezar, a poner cada palabra su lugar santo. Y de su padre, el ateo, la luz de la oscurana, tanta para hilar aquella idea de no querer ir al cielo, si allí no hay arte.
Patti es tan hija de Rimbaud que se hizo vidente.


Nació en mil novecientos cuarenta y seis. A los dieciocho un hueco en el bolsillo la formó en las filas de una fábrica de colchones en New Jersey. Su libro de iluminaciones fue a dar al inodoro, como la cabeza de Patti, por “comunista”.
A los veintitrés quedó embarazada y negada al aborto, dio a su hija en adopción.
Salía del hospital y no tenía fuerza ni para sostenerse. Después de su más doloroso performance extendió sus brazos y sus entrañas se escurrieron en manos extranjeras.
Arthur le susurraría, está acostada “en su cuna de plumas; y el sonajero ruidoso calla, junto a ella, en el suelo”.
Patti envolvió su gargajo en un pañuelo. Enterró sus mocos en la maleta y los convidó a desaparecer en Nueva York, la ciudad de la flema.
La gran manzana la recibiría desnuda, y una serpiente le guiñaría un flashazo en blanco y negro: Robert Mapplethorpe. Cuando le dolió la cabeza tijereteó sus cabellos como extensión del daño.
Zigzagueó de acá para allá. Viajó a París, se paró sobre los restos de Morrinson y Rimbaud y con lo único que volvió fue con la tierra entre sus botas y con un frío entre las venas. Es ella, la que confesó que en vez de inyectarse heroína, se masturbaba catorce veces seguidas. La misma.
Y sedujo al micrófono y voceó su locura. Alguna vez invitó a la guitarra de Lenny Kaye y del poema fracturó en rock, en punk y su belleza a un paso de no ser mujer, tampoco hombre, sentó de culo a la industria y abrió las ventanas de tantos paisajes, y como Eva introdujo el pecado: la política en las cosas del decir, aullando.

Jesús murió por los pecados de alguien
pero no por los míos
revuelta en una olla de ladrones
un comodín en la manga
espeso corazón de piedra
mis pecados son míos
grabo en mi palma
una dulce X negra
Adán no me embrujó
abrazo a Eva
y asumo toda responsabilidad
por cada bolsillo que he robado
vil y hábil
cada canción de Johnny Ace
con la que me he divertido
mucho antes de que la Iglesia
lo diera por bueno y limpio
Así pues, Cristo
te digo adiós
echándote esta noche
yo misma puedo encenderme la luz
y la oscuridad también está bien
te colgaron por mi hermano
pero conmigo no te pases
tu muerte fue por los pecados de alguien
pero no por los míos”.

Fue y vino del rock y nunca se marchó de la poesía.
Sobrevivió a la vuelta a la tierra de sus amantes, amigos, hermanos y su cabello ha sido testigo. Puede decirlo, ha vivido, y tal como deseó, su duelo baila.

Cuando era todavía una niña (¿ha dejado de serlo?) Patti era unas piernas largas, flacas como un silbido y una melena de flecos negros como las paredes de su alma. Hoy, sus muertos viven en la espesura de su blanca cabeza.
Una alucinación penetra la pared de rocas de su casa en el río: No sabe morir.

“¿cómo ocurrió mi muerte?
Intenté caminar por la luz
no preparada todavía
Para el valle del combate”.

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