Ella nació tres veces.
La vez que el viento de Río Chico
movió las hamacas en la entrepiernas de su madre. Cuando se
arrejuntó con Orlando. Y cuando Orlando murió. Dos hijos le
parió: Sebastián y Juan.
Ochenta y tres han sido la vueltas en
las que el sol le ha dado la cara y la espalda. Según ella “ya va
de ida”, y su cuerpo sigue siendo reloj de arena. Su mejor obra
consiste en estar viva.
No silba y aunque pasaba en limpio
todos los libros de su marido el poeta, no le gusta manchar el papel.
Pero es cuentera y lo agradezco.
La palabra casa hace de techo al piso
de otro, y en las ventanas de su cocina cuelgan las sábanas roídas
y hepáticas de “una vecina sin pudor”.
Su hogar, un viejo apartamento de 110
metros cuadrado, hila bibliotecas escondidas y otras a la vista.
“Las plantas son la vida de una
casa”, me conduce orgullosa a su balcón, y luego se tiende en su
sofá. Su metro cincuentaytantos no lo llena “¿Comenzamos?”.
Los domingos la arregla para sí misma
y para la visita. “Sino fuera la mujer de Orlando, yo no te
importara”, me suelta. Pero me importa más de lo que cree.
La mayor de cinco, le teje a su hermana
-la que le sigue- una bolsa con el hilo que desandó de un suéter
viejo. Es marrón con beige. Me lo muestra. “Ya ni un hilo se puede
comprar”. Sonríe en cada final de frase y yo le creo el gesto.
Su hermano del medio está a punto de
perder el hígado, porque como a su marido “le gusta más el ron
que al puerco el suero”. Su cruz es una cruz fabricada con madera
de barril.
Es verdad que fui a saber qué comía
Araujo, pero me imaginé que la comida para él era sólo un trámite.
En cambio, para ella es un espacio en el que muñequear sus dotes.
“Cocino mucho. Me gusta y me conocen por hacerlo bien”.
Trina Urbina puede ser el nombre de la
protagonista de una novela. Es un azulejo que frente al caribe no se
distingue, pero se oye incluso cuando una ola choca contra la piedra.
Estudió historia, y por comunista
estuvo desempleada cuantas veces quiso el patrón. Supo luego apagar
las llamas aquí y allá, afuera y adentro, para ser una
imprescindible donde quiera que llegara.
Como en muchas historias, Trina sostuvo
la piedra en la que se talló la figura de Orlando. Pero entendió y
supo que estaba casada con un poeta, Llevó el pan, fue-es madre (de
cinco hijos e incluso de su marido) y padre, y aunque también fue
perseguida -y presa política- pudo torear la muerte.
Ella surtía de vida a los moribundos
que siempre fueron su marido y sus amigos. Cuando lo traía del
hospital a casa, en el camino se encontraba con la mujer de aquel,
que lo llevaba con las mismas razones al saco, para internarlo. Se
los bebió de un solo sorbo, fondo blanco, compañera de viaje.
No hay un hueco sin recuerdo en aquella
casa. Podría decirse que es un museo de la palabra, de él y de
ella, porque si el escribió, ella lo habló.
Me echó los cuentos. Me pidió que no
dijera un par de cosas. Yo, me permití echarle algunos míos, y en
eso nos pasaron tres horas en un pestañeo.
Como lo hace mi madre con la persona
que por primera vez la visita, Trina me paseó por su casa y me
indicó dónde quedaba qué, para luego adentrarme a su cuarto.
Mientras cambiaba a mi hija en su cuarto, me empacó una bolsa con
cereal, margarina y un litro de aceite, porque “de eso se trata la
vida, tú me traes torta y yo te la troco por algunos ingredientes”.
Andaba triste porque sus nietas habían
partido a otra ciudad. “Mira esto”, señala un par de muñecas de
trapo. “Son de ellas”. Las tiene en el sofá de enfrente como un
portarretratos.
En la mesita de noche una torre de
libros de su marido le hacen de cabecera.
No tiene gatos.
Trina perfuma la ausencia.
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