Fragmento del mural Conductores de Venezuela en la UCV |
La Universidad es una maestra de casi
dos metros de altura, con el culo embojotado en una pantaleta que
bien podría ser del tamaño del pabellón que iza el Humboldt, allá
arriba en el Ávila. Usa una falda verde bajo las rodillas, de
cintura forajida y vientre abultado como caparazón de tortuga. La
Universidad. Maestra curtida por el sol, que descascara los mosaicos
detrás de los que guarda los libros. Le huyen las guacamayas y hacen
fila en sus puertas montones de avestruces, aves grandes incapaces de
volar.
La universidad no se peina porque cree
en la libertad, pero su esencia le enreda los cabellos. Es un nudo
sobre los hombros, cenizo, grasoso, moteado por los piojos de los
árboles. Cada hebra es un día en el que ha sido Universidad.
Yo llegaba a las seis aeme a la
Universidad y me tiraba en un frío banco de cemento frente a las
rejas de mi escuela, esperaba a que abrieran y me enjaularan para que
la maestra me dijera que yo servía para esto y mucho menos para
aquello. Una maestra de nombre Dulce.
En las cosas del decir el orfeón de la
Universidad le confiere una voz melodiosa, como la de aquel flautista
alemán, por el que las ratas van a dar al Guaire.
A la Universidad no le alcanza el
presupuesto para hacerse un bonito traje. Desde que es patrimonio de
la humanidad se la pasa mirándose en el espejo, contándose las
canas y queriendo verdear como la Simón Bolívar, escribir como la
Andrés Bello, hamaquearse en la costa como la de Oriente, correr
sabana como la de los Llanos. Se pregunta dónde olvidó la manta con
la que fundó sus pasillos, al darse cuenta que a su ombligo lo
declararon tierra de nadie y en su espiral de carne se esconde la
droga y el drogado.
De las tetas de la Universidad, su
comedor y el hambre infinita en una fila que la atravesaba tres veces
al día. Se podía repetir el fororo. Pero muy poca gente quería. Yo
me guardaba el pan con queso y mermelada para más tarde, sopeteaba
el engrudo y junto a otros compañeros madrugadores (todos de
ciudades dormitorios) íbamos a inaugurar el sol en el cemento aquel.
Al cruzar la esquina que daba con la escuela, un apamate nos mostraba
el camino. La naturaleza insistía en ser generosa con aquella vieja
que era, que es la Universidad.
Yo la miraba llegar. Sus mocasines de
tacón discreto y juanete pronunciado se abrían paso entre los
flores. No camina recto, porque sus pies son descarriados. Antes de
entrar, prensa contra el asfalto el cigarro que la envuelve en la
atmósfera que está decidida a ser, un cáncer.
Ella es autónoma de hacer con su
monedero lo que le venga en gana, pero no le avergüenza vivir con
sus padres, ni que la mantengan, después de todo su malcriadez es
culpa también del rentismo, como todo aquello que no funciona en
este país. Al no serle suficientes, procura su propio abanico de
bolos vendiendo cupos, turnos para entrar en la jaula, también para
salir. Es proxeneta, y también se prostituye.
Se le acusa de haber inventado aquello
de “estudiar para ser alguien”, como si los que no, sólo
sirvieran para lavar allí donde escupe la Universidad. Sus rodillas
son huecas con hache de hincada. Hueca como su mirada, mediada por un
culo de botella, le cuesta ver. Y al fondo de sus lentes yacen los
ojos de una mujer que dice que está viva. De sus manos el ego,
aprendí a escribir epitafios. El suyo:
No ha parido, pero le encanta llamarse
madre.
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