martes, 11 de agosto de 2015

Gastronauta 47: Alma mater

Fragmento del mural Conductores de Venezuela en la UCV

La Universidad es una maestra de casi dos metros de altura, con el culo embojotado en una pantaleta que bien podría ser del tamaño del pabellón que iza el Humboldt, allá arriba en el Ávila. Usa una falda verde bajo las rodillas, de cintura forajida y vientre abultado como caparazón de tortuga. La Universidad. Maestra curtida por el sol, que descascara los mosaicos detrás de los que guarda los libros. Le huyen las guacamayas y hacen fila en sus puertas montones de avestruces, aves grandes incapaces de volar.
La universidad no se peina porque cree en la libertad, pero su esencia le enreda los cabellos. Es un nudo sobre los hombros, cenizo, grasoso, moteado por los piojos de los árboles. Cada hebra es un día en el que ha sido Universidad.

Yo llegaba a las seis aeme a la Universidad y me tiraba en un frío banco de cemento frente a las rejas de mi escuela, esperaba a que abrieran y me enjaularan para que la maestra me dijera que yo servía para esto y mucho menos para aquello. Una maestra de nombre Dulce.
En las cosas del decir el orfeón de la Universidad le confiere una voz melodiosa, como la de aquel flautista alemán, por el que las ratas van a dar al Guaire.
A la Universidad no le alcanza el presupuesto para hacerse un bonito traje. Desde que es patrimonio de la humanidad se la pasa mirándose en el espejo, contándose las canas y queriendo verdear como la Simón Bolívar, escribir como la Andrés Bello, hamaquearse en la costa como la de Oriente, correr sabana como la de los Llanos. Se pregunta dónde olvidó la manta con la que fundó sus pasillos, al darse cuenta que a su ombligo lo declararon tierra de nadie y en su espiral de carne se esconde la droga y el drogado.
De las tetas de la Universidad, su comedor y el hambre infinita en una fila que la atravesaba tres veces al día. Se podía repetir el fororo. Pero muy poca gente quería. Yo me guardaba el pan con queso y mermelada para más tarde, sopeteaba el engrudo y junto a otros compañeros madrugadores (todos de ciudades dormitorios) íbamos a inaugurar el sol en el cemento aquel. Al cruzar la esquina que daba con la escuela, un apamate nos mostraba el camino. La naturaleza insistía en ser generosa con aquella vieja que era, que es la Universidad.
Yo la miraba llegar. Sus mocasines de tacón discreto y juanete pronunciado se abrían paso entre los flores. No camina recto, porque sus pies son descarriados. Antes de entrar, prensa contra el asfalto el cigarro que la envuelve en la atmósfera que está decidida a ser, un cáncer.
Ella es autónoma de hacer con su monedero lo que le venga en gana, pero no le avergüenza vivir con sus padres, ni que la mantengan, después de todo su malcriadez es culpa también del rentismo, como todo aquello que no funciona en este país. Al no serle suficientes, procura su propio abanico de bolos vendiendo cupos, turnos para entrar en la jaula, también para salir. Es proxeneta, y también se prostituye.
Se le acusa de haber inventado aquello de “estudiar para ser alguien”, como si los que no, sólo sirvieran para lavar allí donde escupe la Universidad. Sus rodillas son huecas con hache de hincada. Hueca como su mirada, mediada por un culo de botella, le cuesta ver. Y al fondo de sus lentes yacen los ojos de una mujer que dice que está viva. De sus manos el ego, aprendí a escribir epitafios. El suyo:
No ha parido, pero le encanta llamarse madre.

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