martes, 18 de agosto de 2015

Gastronauta 48: Orlando Araujo, al vino


¿Dónde nace el agua? ¿Qué descarnada angustia empuja la piedra río abajo?

Trina me hace pasar a la pequeña gran biblioteca de Orlando, su marido. Desempolva un cuaderno más bien pequeño, de hojas amarillo añejo, forrado con papel contact de cuadros huecos, rojos y azules. Se los hacía para que escribiera. Y ése lo guarda con recelo porque es el último que le queda. Lo acaricia, se lo lleva al pecho. “No lloro por pendejadas”, se dice.

-¿Compañero de viaje, es EL libro, verdad?
-Sí. Es Orlando. Ahí habla su yo. De su padre. Con él.

Don Sebastián la vez que su hijo estuvo preso, vino de Calderas a Caracas y la llevó aparte. “¿Qué jurga es esa de que no quiere casarse con mi hijo? Yo sé que es usted”, le dijo. Y no se equivocaba.


Para llegar a Calderas -el Macondo venezolano- tenían que pasar ríos y riítos, pero la Dirección General de Policía -Digepol- los perseguía por comunistas y allá fueron a dar las patas para que la neblina hiciera lo suyo. Cada que iban, Orlando se paseaba de un bar a otro y los llenaba, miche gratis para todo aquel. “¿Cómo en Calderas un bar iba a tener nombre, mija?”.

Durante los tiempos de parada (“en los que paraba la caña”) escribía, picaba esto y aquello. “A cada rato abría la nevera”. Pero no era chuchero, porque “¿quién te dijo que borracho come dulce? Mis hijos, él y yo somos más bien de comer salado. Y como cocino rico, todo le parecía divino”.

Pero, le gustaba más el vino.
No le avergüenza decirlo. “Orlando murió de una cirrosis hepática”. Porque para él la bebida “no se trataba de un vicio, sino de una evasión”.

-¿Y, qué es lo que quería evadir?
-¡La vida! Era excesivamente sensible, desvariantemente sensible. Yo lo entendía, por eso permanecí a su lado. Así era como lo amaba.

Crónicas de caña y muerte lo escribió desde un hospital. “Es el más duro de sus libros”.

Conozco hígados tristes y sin dueño
que en cuerpos sin amores y sin vinos
jamás sintieron la embriaguez de un sueño.

En cambio tú, amigo, eres divino
y sé que estás muriendo en el empeño
de no dejarme solo en el camino”.

Acto seguido me regala Venezuela violenta, Viaje a Sandino y El niño y el caballo (para mis hijas). Me ofrece otros tres textos, pero los tengo y olvido en el camino a Vanessa, mi amiga de lecturas con Orlando.

Trina tiene ochenta y tres en el cuerpo y los mismos veintitantos en la sonrisa, de cuando se encontró con aquel “mojón” más que elegante, recostado de la pared de una escalera, en la Facultad de Humanidades de la UCV, pipa en boca, pantalón de gabardina, saco cuadriculado, hermosamente prepotente, marido de otra.

Orlando sino era un enamorado, se le parecía muchísimo. A los dieciséis corrió de un pueblito llanero para salvar su vida. La familia de una mujer -más grande que él- lo buscaba para acabarlo, porque “la había preñado”.
Olga nace de aquella novela, en 1944.
Con Morella dos niñas más cunden su piedemonte, Inés y María Cecilia.
A Sebastián y a Juan los mece el vientre de Trina, quien haría de madre de todos, incluso del propio Orlando.

Pero si alguien lo quiso todavía más fue Trinamelia, la suegra. “Yo estuve en el medio”, sonríe la hija. Su vieja lo convenció de que hiciera una casita en Río Chico, en el corral de las gallinas, frente al caribe. Y las arrugas del mar fueron menos salobres.

...porque Trina de amor tiene avaricia.

Yo cuando voy al mar le digo Trina
y Urbina a la montaña junto al llano
y todo cuanto nace es Trina Urbina

Buscando amor voy por el mundo en vano
y al retornar la vida peregrina
aún guarda Trina azúcar en su mano”.

Se negaba a la cebolla, lo mismo que se deleitaba con la carne. Era muy andino, de trucha y arepita de trigo. Pero el oleaje barloventeño lo convirtió en hombre de lebranche asado. Y Caracas le revolcó el pollo en caramelo hasta tostarlo y reducirlo en vino. Pero lo que más le gustaba del pollo al vino que le preparaba Trina, era el vino.
Cuando tomaba, Pablote le jumaba al toro que le habitó el pecho y bufaba ensordecido embistiendo a Nolasco. Lo mismo empacó sus casi sesenta años y se fue a Nicaragua a pretender la utopía.

En la montaña duermen con hamaca los que tienen hamaca, en el suelo los que no tienen y en el barro si llueve.
-La vida es triste, dice Juan.

“Fue a buscar la muerte”, sentencia Trina.

Yo, más simple, fui a buscar qué comía Orlando Araujo, a casa de Trina y Sebastián.
Y él prefería beber.
No comía. Escribía.

“Escriba mija, que Orlando dejó el café pago”.

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