¿Dónde nace el agua? ¿Qué
descarnada angustia empuja la piedra río abajo?
Trina me hace pasar a la pequeña gran
biblioteca de Orlando, su marido. Desempolva un cuaderno más bien
pequeño, de hojas amarillo añejo, forrado con papel contact de
cuadros huecos, rojos y azules. Se los hacía para que escribiera. Y
ése lo guarda con recelo porque es el último que le queda. Lo
acaricia, se lo lleva al pecho. “No lloro por pendejadas”, se
dice.
-¿Compañero de viaje, es EL
libro, verdad?
-Sí. Es Orlando. Ahí habla su yo. De
su padre. Con él.
Don Sebastián la vez que su hijo
estuvo preso, vino de Calderas a Caracas y la llevó aparte. “¿Qué
jurga es esa de que no quiere
casarse con mi hijo? Yo sé que es usted”, le dijo. Y no se
equivocaba.
Para llegar a
Calderas -el Macondo venezolano- tenían que pasar ríos y riítos,
pero la Dirección General de Policía -Digepol- los perseguía por
comunistas y allá fueron a dar las patas para que la neblina hiciera
lo suyo. Cada que iban, Orlando se paseaba de un bar a otro y los
llenaba, miche gratis para todo aquel. “¿Cómo en Calderas un bar
iba a tener nombre, mija?”.
Durante los tiempos
de parada (“en los que paraba la caña”) escribía, picaba esto y
aquello. “A cada rato abría la nevera”. Pero no era chuchero,
porque “¿quién te dijo que borracho come dulce? Mis hijos, él y
yo somos más bien de comer salado. Y como cocino rico, todo le
parecía divino”.
Pero, le gustaba
más el vino.
No le avergüenza
decirlo. “Orlando murió de una cirrosis hepática”. Porque para
él la bebida “no se trataba de un vicio, sino de una evasión”.
-¿Y, qué es lo
que quería evadir?
-¡La vida! Era
excesivamente sensible, desvariantemente sensible. Yo lo entendía,
por eso permanecí a su lado. Así era como lo amaba.
Crónicas de caña y muerte
lo escribió desde un hospital. “Es el más duro de sus libros”.
“Conozco hígados tristes y sin
dueño
que en cuerpos sin amores y sin
vinos
jamás sintieron la embriaguez de un
sueño.
En cambio tú, amigo, eres divino
y sé que estás muriendo en el
empeño
de no dejarme solo en el camino”.
Acto seguido me regala Venezuela
violenta, Viaje a Sandino y El niño y el caballo (para
mis hijas). Me ofrece otros tres textos, pero los tengo y olvido en
el camino a Vanessa, mi amiga de lecturas con Orlando.
Trina tiene ochenta y tres en el cuerpo
y los mismos veintitantos en la sonrisa, de cuando se encontró con
aquel “mojón” más que elegante, recostado de la pared de una
escalera, en la Facultad de Humanidades de la UCV, pipa en boca,
pantalón de gabardina, saco cuadriculado, hermosamente prepotente,
marido de otra.
Orlando sino era un enamorado, se le
parecía muchísimo. A los dieciséis corrió de un pueblito llanero
para salvar su vida. La familia de una mujer -más grande que él- lo
buscaba para acabarlo, porque “la había preñado”.
Olga nace de aquella novela, en 1944.
Con Morella dos niñas más cunden su
piedemonte, Inés y María Cecilia.
A Sebastián y a Juan los mece el
vientre de Trina, quien haría de madre de todos, incluso del propio
Orlando.
Pero si alguien lo quiso todavía más
fue Trinamelia, la suegra. “Yo estuve en el medio”, sonríe la
hija. Su vieja lo convenció de que hiciera una casita en Río Chico,
en el corral de las gallinas, frente al caribe. Y las arrugas del mar
fueron menos salobres.
“...porque Trina de amor tiene
avaricia.
Yo cuando voy al mar le digo Trina
y Urbina a la montaña junto al
llano
y todo cuanto nace es Trina Urbina
Buscando amor voy por el mundo en
vano
y al retornar la vida peregrina
aún guarda Trina azúcar en su
mano”.
Se negaba a la
cebolla, lo mismo que se deleitaba con la carne. Era muy andino, de
trucha y arepita de trigo. Pero el oleaje barloventeño lo convirtió
en hombre de lebranche asado. Y Caracas le revolcó el pollo en
caramelo hasta tostarlo y reducirlo en vino. Pero lo que más le
gustaba del pollo al vino que le preparaba Trina, era el vino.
Cuando tomaba,
Pablote le jumaba al toro que le habitó el pecho y bufaba
ensordecido embistiendo a Nolasco. Lo mismo empacó sus casi sesenta
años y se fue a Nicaragua a pretender la utopía.
En la montaña duermen con hamaca
los que tienen hamaca, en el suelo los que no tienen y en el barro si
llueve.
-La vida es triste, dice Juan.
“Fue a buscar la muerte”, sentencia
Trina.
Yo, más simple, fui a buscar qué
comía Orlando Araujo, a casa de Trina y Sebastián.
Y él prefería beber.
No comía. Escribía.
“Escriba mija, que Orlando dejó el
café pago”.
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