Mi abuela nos llevaba
todas las semanas a casa del viejo Ricardo, en la montaña. Nos
repartía un palito, como bastón, a cada uno, y guiaba cada paso
hasta el ermitaño. Frente a su cueva, un río hería la roca, y
mientras ellos conversaban nosotros refrescábamos el camino en
nuestros pies, para después calentarnos en un claro.
Algunas piedras estaban
marcadas con pintura roja. Desde allí, había
partido algunas cabezas el viento que se colaba entre los delgados
árboles.
Para llegar,
despertábamos los gallos, y debíamos pasar algunas lagunas.
“En ésta murió
éste”, contaba uno. “En aquella murió aquel”, decía el otro.
Era costumbre formar lagunas lodosas cercanas al riachuelo y
desobedientes algunos se escapaban de sus madres. La altanería se la
cobraba la parca. El calor casi era obligante.
A papá una vez, en
Mume -la elevación de al lado-, un encanto lo tragó. Su hermano
mayor lo jaló y pudo sacarlo. Pero hubo quien no corriera con la
suerte de unos buenos brazos y desapareció en los pozos de la
indescifrable sierra.
Nos preguntábamos si
los niños alimentaban las formaciones de agua del cerro.
Siempre hizo mucho
calor y todo cuerpo llovía a pesar de que nuestro primer cielo lo
formaban nubes de hojas. Entonces si o sí viajábamos con nuestro
lago encima alrededor del tiempo.
Un día llegó el dueño
y parceló la montaña. Se acabaron los cuentos, también los
árboles. Ninguna cigarra entonó.
Cuando mamá y papá
decidieron hacer su propia casa con paletas de madera, íbamos todas
las tardes a la acera de costumbre a lavar la ropa, a bañarnos y a
cargar tobitos de agua de la toma rota que debía surtir a la
urbanización vecina. Y
cuando no estaba rota, nos encargábamos de romperla. El
primer golpe era la sed, el segundo desvestir la mugre.
Para los niños el
aguacero subterráneo era un constante carnaval, para los grandes pan
para hoy, hambre para mañana.
El manantial reverdeció
el cemento hasta que el hada de la política cumplió la promesa de
multiplicar las tuberías, unos cuantos años más tarde, para
surtirnos cada mes, cada dos meses, agua con tierra.
Fuimos la piedra
disparada contra los espejos líquidos, la piedra que agrieta el
viento y choca un par de veces hasta hundirse, tras el reflejo de
nuestras manos en la onda agitada.
Hoy se quema el poco
cerro en una de esas sequías duras, de las que se respira humo y
cenizas. No llueve. Y el río aquel que surcó mi pueblo fue
convertido al cemento. No resuella ningún ahogado y de vez en cuando
va a parar a sus márgenes de concreto algún ajusticiado. El
estanque en que se convirtió es el hábitat de la mosca, la muerte
sin fantasía, muerte nomás.
Estudiosos afirman que
han habido más doscientas guerras por el agua y que se suscitarán
muchísimas más, obviando que gran parte de los invisibles hemos
estado deshidratados detrás de la barricada. Pasan los 1.100
millones de personas en el mundo sin acceso directo a fuentes de agua
potable, y su ausencia provoca la muerte de 4.500 niños por día.
Sin contar que millones de mujeres y niños caminan decenas de
kilómetros diarios para conseguirla. Así, anualmente se cuentan las
bajas de tres millones y medio de personas debido a enfermedades
relacionadas con la calidad del agua.
Los cantos de los
antiguos para que llueva, sacar la lengua mientras bailábamos las
gotas, se traducen hoy en alaridos para que los ríos sigan
corriendo.
Es fácil mirar
Bolivia, clamar con ella el agua como derecho, después de que se
privatizara. Difícil parece hacer lo propio con el Zulia.
El decreto 1.606
publicado en Gaceta Oficial 40.599 a mediados de febrero de este año,
entregaría a los aliados chinos la concesión de 24.192, 1460
hectáreas de las cuencas de los ríos Guasare y Socuy de los
indígenas Wayuu para la explotación carbonífera, es decir vendería
el agua dulce que alivia el ya insoportable clima zuliano.
En una rara definición
de ecosocialismo, el mismo Plan de la Patria, según los objetivos
específicos 3.1.15.2 y 3.1.15.3 plantea la multiplicación de
reservas minerales, entre ellas el carbón, “de los yacimientos
ubicados en el Escudo de Guayana, cordillera de los Andes, Sistema
Montañoso del Caribe y la Sierra de Perijá”.
El Lago de Maracaibo,
el segundo más antiguo conocido del planeta tierra y uno de sus más
grandes reservorios de agua dulce, ya fue contaminado por la
extracción de petróleo.
Este prontuario no
detiene a la minería delincuente, que sin detenernos a mirar al sur
del país, se adueña de occidente.
Como la chicharra,
debemos alzar la voz cuando el fuego atice.
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