domingo, 10 de mayo de 2015

Gastronauta 34: El canto de la chicharra



Mi abuela nos llevaba todas las semanas a casa del viejo Ricardo, en la montaña. Nos repartía un palito, como bastón, a cada uno, y guiaba cada paso hasta el ermitaño. Frente a su cueva, un río hería la roca, y mientras ellos conversaban nosotros refrescábamos el camino en nuestros pies, para después calentarnos en un claro.
Algunas piedras estaban marcadas con pintura roja. Desde allí, había partido algunas cabezas el viento que se colaba entre los delgados árboles.
Para llegar, despertábamos los gallos, y debíamos pasar algunas lagunas.
“En ésta murió éste”, contaba uno. “En aquella murió aquel”, decía el otro. Era costumbre formar lagunas lodosas cercanas al riachuelo y desobedientes algunos se escapaban de sus madres. La altanería se la cobraba la parca. El calor casi era obligante.
A papá una vez, en Mume -la elevación de al lado-, un encanto lo tragó. Su hermano mayor lo jaló y pudo sacarlo. Pero hubo quien no corriera con la suerte de unos buenos brazos y desapareció en los pozos de la indescifrable sierra.
Nos preguntábamos si los niños alimentaban las formaciones de agua del cerro.
Siempre hizo mucho calor y todo cuerpo llovía a pesar de que nuestro primer cielo lo formaban nubes de hojas. Entonces si o sí viajábamos con nuestro lago encima alrededor del tiempo.
Un día llegó el dueño y parceló la montaña. Se acabaron los cuentos, también los árboles. Ninguna cigarra entonó.


Cuando mamá y papá decidieron hacer su propia casa con paletas de madera, íbamos todas las tardes a la acera de costumbre a lavar la ropa, a bañarnos y a cargar tobitos de agua de la toma rota que debía surtir a la urbanización vecina. Y cuando no estaba rota, nos encargábamos de romperla. El primer golpe era la sed, el segundo desvestir la mugre.
Para los niños el aguacero subterráneo era un constante carnaval, para los grandes pan para hoy, hambre para mañana.
El manantial reverdeció el cemento hasta que el hada de la política cumplió la promesa de multiplicar las tuberías, unos cuantos años más tarde, para surtirnos cada mes, cada dos meses, agua con tierra.
Fuimos la piedra disparada contra los espejos líquidos, la piedra que agrieta el viento y choca un par de veces hasta hundirse, tras el reflejo de nuestras manos en la onda agitada.
Hoy se quema el poco cerro en una de esas sequías duras, de las que se respira humo y cenizas. No llueve. Y el río aquel que surcó mi pueblo fue convertido al cemento. No resuella ningún ahogado y de vez en cuando va a parar a sus márgenes de concreto algún ajusticiado. El estanque en que se convirtió es el hábitat de la mosca, la muerte sin fantasía, muerte nomás.

Estudiosos afirman que han habido más doscientas guerras por el agua y que se suscitarán muchísimas más, obviando que gran parte de los invisibles hemos estado deshidratados detrás de la barricada. Pasan los 1.100 millones de personas en el mundo sin acceso directo a fuentes de agua potable, y su ausencia provoca la muerte de 4.500 niños por día. Sin contar que millones de mujeres y niños caminan decenas de kilómetros diarios para conseguirla. Así, anualmente se cuentan las bajas de tres millones y medio de personas debido a enfermedades relacionadas con la calidad del agua.
Los cantos de los antiguos para que llueva, sacar la lengua mientras bailábamos las gotas, se traducen hoy en alaridos para que los ríos sigan corriendo.
Es fácil mirar Bolivia, clamar con ella el agua como derecho, después de que se privatizara. Difícil parece hacer lo propio con el Zulia.
El decreto 1.606 publicado en Gaceta Oficial 40.599 a mediados de febrero de este año, entregaría a los aliados chinos la concesión de 24.192, 1460 hectáreas de las cuencas de los ríos Guasare y Socuy de los indígenas Wayuu para la explotación carbonífera, es decir vendería el agua dulce que alivia el ya insoportable clima zuliano.
En una rara definición de ecosocialismo, el mismo Plan de la Patria, según los objetivos específicos 3.1.15.2 y 3.1.15.3 plantea la multiplicación de reservas minerales, entre ellas el carbón, “de los yacimientos ubicados en el Escudo de Guayana, cordillera de los Andes, Sistema Montañoso del Caribe y la Sierra de Perijá”.
El Lago de Maracaibo, el segundo más antiguo conocido del planeta tierra y uno de sus más grandes reservorios de agua dulce, ya fue contaminado por la extracción de petróleo.
Este prontuario no detiene a la minería delincuente, que sin detenernos a mirar al sur del país, se adueña de occidente.
Como la chicharra, debemos alzar la voz cuando el fuego atice.

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