Tortazo que lo
derriba. Abajo. Se cubre el rostro para alzar su plato contra la cara
del otro, que le responde con una espaguetada sobre la cabeza. Aquel
no se detiene. Le derrama el jugo contra el pecho. Éste le espatilla
los huevos. Vuelan las frutas y el agua empatuca toda aquello.
La mesa está hecha un asco. Pero “en
la mesa no se habla”, recuerdan a sus madres. “No hablen con la
boca llena”, rematan. Les tiembla una mueca en la cara, uno ríe,
el otro llora.
En medio, la barricada es una cola que
se edifica con los estómagos ajenos al combate. La comida no es
armamento, es alimento. Pero en Venezuela forma parte del arsenal de
la Guerra económica.
Las bajas, como de costumbre, no se
producen entre quienes se caen a pastelazos. No. Tampoco bajan los
costes, porque en este país una vez que un bien, o servicio, llega a
determinado punto, más nunca echa pa' atrás, y la libertad sólo la
gozan los precios ¡Vulgar economía de mercado!
Aquí lo que cae al suelo es la
cartera, el monedero, el sueldo, el Bolívar. En el desangre, no hay
mucha elección, o te inventas tigritos, o comes mal. O siembras, o
siembras.
Porque en la economía de muelle
(importación) que sufrimos, cada vez producimos menos, es decir
dependemos más; los dueños de abastos y supermercados contemplan en
sus estructuras de costos el pago de multas por usura; cada quien
vende o revende al precio que les da la regalada gana y se ríen en
la cara de eso que llaman “precio justo”. Dejamos en manos de “la
autoridad”, llámese Estado, la garantía de nuestra papa y en las
garras del comerciante los cobres.
Lamentablemente, eso que llamamos
solidaridad, colectivismo, cooperativismo, muere cuando priva la
necesidad individual. Y, en vez de boicotear al bachaquero, acudimos
a él, a ella, cuando se acaba la harina de maíz. La pagamos al
precio que sea, porque la necesitamos en el “patuque” mental.
No aprovechamos la crisis para volver a
la raíz, para sanear la cabeza y el cuerpo, también el espíritu.
No. Al contrario, nos volvemos más viles y podemos empujarnos,
insultarnos, magullarnos, por un desodorante.
Porque sí, es que para el común el
hedor se quita con una bolita olorosa ¡Pues es hora de que nos
enteremos: el egoísmo apesta y no es suficiente la fórmula del
mejor perfume para aliviarle! Porque la cosa no se resuelve tapando
tufitos, ni con cartitas de Mendoza, o con cuñas cursis de Escotet.
Menos con listicas de productos a precio justo incumplidos, que
ocultan una liberación voraz de esos precios.
Y sí, antes no teníamos cómo comprar
y había qué, por eso llegamos a reclamar (“saquear”) lo
nuestro. Con Chávez pudimos, porque teníamos el cómo y el qué (a
pesar de los saboteos). Hoy ni cómo, ni qué. Porque lo oculten,
porque el dólar paralelo, porque bajó el precio del petróleo,
porque el subsidio, porque invitar a la siembra es un insulto, porque
el progreso y tal, porque la viveza tiene todos los terminales de
cédula, porque...
En esta mesa, una pata cojea y es la
nuestra, con ella se nos viene todo encima. No podemos esperar que el
lobo (el empresario) no se coma a caperucita, porque quien más bebe
más sed tiene, o que el leñador (el Estado) no haga fiesta de
nuestro árbol caído, tampoco que el bosque (el contexto ese al que
llaman economía) mejore. No nos hagamos los inocentes, que aunque
este sistema está hecho mierda y no nos creemos capaces de
transformarlo en el hogar de nuestro cuerpo, no somos víctimas.
La madre(naturaleza) tendrá que
halarle por las greñas a uno y a otro, o la abuelita(historia), esa
que suicidó a Allende, debe llamar a capítulo a los colmillos ,
porque el tiempo es implacable y de la mano a la boca, se pierde la
sopa.
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