Por Analía Fernández Fuks
I.
Soy ortografonista desde que estoy en el jardín de infantes. Con el tiempo me
fui especializando en esta tarea de reconocer los errores de ortografía antes de
que sean escritos. Es decir, los puedo precisar en el habla. Así, el día en que
Valentín vino a dejarme, me di cuenta de que estaba poniendo el acento de
nuestra relación en el lugar equivocado.
II.
Las cosas en casa siempre fueron así. Volver del colegio y encontrar los platos,
las sartenes, los cubiertos suspendidos en el aire; las sillas tiradas, la heladera
vaciada sobre el piso, la yerbera cayendo de la alacena, la historia del verano
en Miramar siempre igual y un “basta ya”. Mamá y papá tienen la costumbre de
dejar las peleas en pausa para volver del trabajo y acordarse por dónde van.
Ya es hora de entrar en la escena. En medio de la cocina, dejo las últimas
zapatillas que me regalaron, un suspiro corto y un llanto. No sé qué es lo que
pasa cuando las cosas cambian de lugar. Escucho los tacos de mamá y la voz
ronca de papá subiendo en el ascensor. Y me voy de casa por las escaleras.
III.
Y vos tan dormido panza arriba. Quiero meterme por el ombligo y caer de palito
adentro tuyo. No quiero que duermas siempre que yo estoy despierta. Una
relación no puede vivir de madrugada. No son dos tostadas y un café con
leche. Medio beso en el fondo de la taza. El otro día pensé que si te soplaba la
oreja capaz me metía en tu sueño. Pero creíste que era una mosca y te pusiste
de costado. Prefiero que duermas panza arriba porque puedo saber mejor qué
estás soñando. Y sé que no era cierto el sueño que me contaste, ese en que
vos y yo galopábamos en la terraza de un vecino y saltábamos por los edificios.
Porque yo estaba ahí, del otro lado. Y vos estabas tan quieto, como siempre,
sin ir a ningún lado.
Despertate. Así no se sueña conmigo.
IV.
El miércoles a las cinco de la tarde, cuando fui a verla, Abuela estaba en India.
Era la primera vez que viajaba en alfombras voladoras. A pesar de eso, dijo
que no tuvo miedo. Que si uno mira bien los países nunca se parecen a los
dibujos de los mapas, que los habitantes nunca se parecen a las fotos que hay
de ellos en otras partes del mundo y que nadie lleva en la valija realmente lo
que dice llevar. Después de dos días, volvió del viaje. Ahora está abajo del
agua y hace nado sincronizado. Parece que el ganchito en la nariz le está
molestando. Hace gestos y señala la garganta como si se ahogara con sus
propias burbujas. Mi tío le pide que se calme. Abuela afloja las manos. Cierra
los ojos y flota. Mi tío le acomoda el tubo. Entran dos mujeres; una le aprieta el
pecho, la otra la inyecta. Abuela se corre la mascarilla de plástico verde y con
la boca caída hacia un costado nos dice a todos que por favor la dejemos
nadar tranquila.
V.
Al final de toda historia siempre hay un disparo. El arma está debajo del
colchón. Nunca se sabe cuál de los dos tendrá pesadillas. Por eso duermo con
un almohadón en el pecho y por las dudas, también me ato las manos.
Soy ortografonista desde que estoy en el jardín de infantes. Con el tiempo me
fui especializando en esta tarea de reconocer los errores de ortografía antes de
que sean escritos. Es decir, los puedo precisar en el habla. Así, el día en que
Valentín vino a dejarme, me di cuenta de que estaba poniendo el acento de
nuestra relación en el lugar equivocado.
II.
Las cosas en casa siempre fueron así. Volver del colegio y encontrar los platos,
las sartenes, los cubiertos suspendidos en el aire; las sillas tiradas, la heladera
vaciada sobre el piso, la yerbera cayendo de la alacena, la historia del verano
en Miramar siempre igual y un “basta ya”. Mamá y papá tienen la costumbre de
dejar las peleas en pausa para volver del trabajo y acordarse por dónde van.
Ya es hora de entrar en la escena. En medio de la cocina, dejo las últimas
zapatillas que me regalaron, un suspiro corto y un llanto. No sé qué es lo que
pasa cuando las cosas cambian de lugar. Escucho los tacos de mamá y la voz
ronca de papá subiendo en el ascensor. Y me voy de casa por las escaleras.
III.
Y vos tan dormido panza arriba. Quiero meterme por el ombligo y caer de palito
adentro tuyo. No quiero que duermas siempre que yo estoy despierta. Una
relación no puede vivir de madrugada. No son dos tostadas y un café con
leche. Medio beso en el fondo de la taza. El otro día pensé que si te soplaba la
oreja capaz me metía en tu sueño. Pero creíste que era una mosca y te pusiste
de costado. Prefiero que duermas panza arriba porque puedo saber mejor qué
estás soñando. Y sé que no era cierto el sueño que me contaste, ese en que
vos y yo galopábamos en la terraza de un vecino y saltábamos por los edificios.
Porque yo estaba ahí, del otro lado. Y vos estabas tan quieto, como siempre,
sin ir a ningún lado.
Despertate. Así no se sueña conmigo.
IV.
El miércoles a las cinco de la tarde, cuando fui a verla, Abuela estaba en India.
Era la primera vez que viajaba en alfombras voladoras. A pesar de eso, dijo
que no tuvo miedo. Que si uno mira bien los países nunca se parecen a los
dibujos de los mapas, que los habitantes nunca se parecen a las fotos que hay
de ellos en otras partes del mundo y que nadie lleva en la valija realmente lo
que dice llevar. Después de dos días, volvió del viaje. Ahora está abajo del
agua y hace nado sincronizado. Parece que el ganchito en la nariz le está
molestando. Hace gestos y señala la garganta como si se ahogara con sus
propias burbujas. Mi tío le pide que se calme. Abuela afloja las manos. Cierra
los ojos y flota. Mi tío le acomoda el tubo. Entran dos mujeres; una le aprieta el
pecho, la otra la inyecta. Abuela se corre la mascarilla de plástico verde y con
la boca caída hacia un costado nos dice a todos que por favor la dejemos
nadar tranquila.
V.
Al final de toda historia siempre hay un disparo. El arma está debajo del
colchón. Nunca se sabe cuál de los dos tendrá pesadillas. Por eso duermo con
un almohadón en el pecho y por las dudas, también me ato las manos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario