Mi abuela me enseñó que para que un malsueño no se cumpla,
una debe -al ponerse en pie de la cama- escupir en la papelera y
contarlo, para anclarlo.
Hice lo primero. Voy por lo segundo:
Mi madre se lleva las manos a la cabeza después de invocar
al cielo. Hace más de un mes que nos echamos al agua mis hermanos, ella y
yo. Hemos tragado la sal de un barco herido. Hoy, he perdido a mi
hermano mayor. Quedó en el camino de un hacha altanera. Yo me acurruqué
con las ratas, rogando no ser vista. Peleaban por una gota de agua.
Apreté los ojos hasta conseguir en esta marea oscura la sonrisa
extraviada de mi madre. Siempre huimos. Pero esta vez era la última.
Tengo más miedo que hambre. Ya no me importa morir, sino cómo. Temo que
me coman las ratas. El sonido de los helicópteros me despabila. Arrojan
redes sobre nosotros. El chico de al lado llora y casi no se escucha su
quejido. Quiere un sorbo. Yo grito por él y en lo que me alzo puedo ver
tendida a mi madre, de su teta mi hermano más pequeño. Corro, me
tropiezo con un cuerpo roto, tirado en el camino. Caigo. La sangre de
otros me envuelven. Es más largo el camino a mi madre que todos estos
días flotando en la nada. Un paso antes de encontrarme en casa, bajo su
piel, una luz me atraviesa y vuelvo a la calma, una ola baña a lo que
sea que me he convertido y el sol apacigua el frío.
Es la matrioska de un sueño. Uno dentro del otro.
Y me es imposible dormir tranquila cuando conozco el infierno.
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Durante un poco menos de dos meses, miles (se dice que entre seis y ocho mil) de bangladesíes y birmanos de la etnia rohingya (minoría musulmana procedente del norte de Myanmar, país que les niega la ciudadanía) partieron en cinco barcos y unos tres mil atracaron frente a las costas indonesias, después de ser víctimas del tráfico humano.
Tras ser detectados, Indonesia y Malasia se negaron a abrir
sus fronteras para recibirlos. Se notificó la escasez de agua, comida y
la posterior lucha entre unos contra otros por este motivo.
Es así como fue noticia la muerte de al menos cien hombres
(aunque los testigos hablan de hasta doscientos) decapitados y arrojados
al mar, después de un enfrentamiento dentro de la propia patera (*).
La presión internacional provocó que ambas naciones
decidieran abrir su territorio a los, por ahora, inmigrantes, ofreciendo
un refugio temporal con la condición de que en un año se resuelva el
realojamiento o repatriación de estas personas.
Revisando las fotos es fácil constatar los testimonios del
estado de inanición, deshidratación y desnutrición de los “navegantes”.
No digamos las condiciones de violencia a la que se someten por apostar a
un “mejor destino”.
Algunos fueron recibidos y ya están en suelo firme,
dispuestos a la esclavitud en la que puede convertirse ser un
inmigrante. Otros miles continúan a la deriva.
Antes de que arreciara el éxodo, un barco con unos
trescientos rohingya fue devuelto del Golfo de Bengala por el gobierno
de Indonesia que, según declaraciones, proveyó de lo necesario para que
regresara a Myanmar. A la fecha, no se tienen noticias del paradero de
este navío.
Si. A veces la humanidad puede ser una pesadilla.
(*) Aunque se califica como error, en el argot una patera es una embarcación de inmigrantes.
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