Cuando era muy pequeña,
trapo sobre trapo, me vestía gitana. Perseguía los lunares como a
los caramelos. Sin saberlo, un gallo picoteaba en mi pecho lo mismo
que en la tierra, y los gusanos se le escapaban al verde corazón de
mi niña. Verde, que te quiero verde. Como si hubiese nacido
de un caballo en la penúltima ola del mar, yo me sentía una palma y
otra palma, punta, talón, floreo, palma, palma, palma, del índice
al corazón, el abismo.
No había flor de
auyama virgen, mi abuelo muerto me había enseñado a lavarlas y a
rellenarlas, hasta rehogarlas en aceite. Iban a morir a donde mismo
nacieron, al tambor de carne, de cuyo ombligo también nacía y moría
el hambre. En el plato no hay mejor vecino de la calabaza que el
garbanzo: nada es puro, nadie puede constatarlo, tampoco en la
cocina. Dejábamos un puño de los granos remojados en agua con sal,
de una noche al día siguiente “espantando los espíritus malos del
aire”, diría la abuela. Después ajo, aceite de oliva y limón
hasta hacerlos pasta, para ir a parar en el perolito de vidrio con
bordes de encaje que reservábamos para la crema.
Yo uso la cúrcuma
porque, como a Camarón, no me gusta el arroz payo. Y si no tengo la
raíz, le pongo zanahoria para que lo pinte, o le rallo la concha de
la auyama aquella: qué fuera de Dios sin la luz del amarillo, qué
del tallo de las palabras cortas sin los quejíos, qué fuera de la
soledad sin el cante... de no llevar apellido.
“Sube los brazos
sobre la cabeza como si fuese a bendecir el mundo. Los hace
serpentear trenzando las manos, que doblan las sombras sobre las
sombras de sus ojos”, me explican de La Macarrona el flamenco, y de
cómo estirar la masa que resulta de ablandar las papas en agua
hirviendo: las manos, de la cintura del árbol al cielo, lo mismo una
culebra que una paloma.
De la cintura hacia
abajo, salta sobre la mesa y la fiesta salta con ella, la calza un
par de zapatillas rojas, como un charco de sangre, la salsa.
...
De la flama el
flamenco, de la llama alta a la cocción baja: una olla, un par de
cabezas de niños maleducados y vualá, el mito del día: un
saco de huesos que ejerce la malignidad, una que para el resto era
una cuestión de genética. El argumento para que más de medio
millón de gitanos murieran en los hornos del Holocausto.
La noche del dos al
tres de agosto de 1944, dos mil ochocientos noventa y siete mujeres,
niñas, niños y hombres gitanos europeos fueron conducidos a la
cámara de gas e incinerados, en Auschwitz-Birkenau por el nazismo,
lo que la historia denominó
“Zigeunermacht”
(La noche de los gitanos), y los pueblos gitanos “La
gran catástrofe”. En mayo, el campo de las familias gitanas se
había armado y había resistido el primer intento de exterminio,
pero de a poco fueron acabando con los organizadores de la
resistencia, hasta que los amaneció agosto y su signo. Tres meses.
También los cocieron
como a los conejos en sal, sólo que no se los comieron, los dejaron
guindados de las mallas de alambre y espinos: baleados, muertos de
hambre, a mazazos, de cansancio, o de frío. Cuatro años antes, 250
niños romaníes fueron ejecutados en Buchenwald como prueba de los
cristales de zyklon-B, usados más tarde en las cámaras de gas, a
donde fueron a parar sus comunes.
Los ustachas (croatas
nazis, custodios de los campos gitanos) organizaron pequeñas
orquestas gitanas en Jasenovac. En junio de 1942 los obligaron a dar
concierto y al terminar, fueron fusilados todos. Ante Pavelic, el
jefe de los croatas, almacenaba los ojos de los ejecutados en tarros
con alcohol. En Jasenovac no había cámara de gas, por eso los
métodos eran ingeniosamente brutales, y el río Sava se tragaba a
judíos y a gitanos sin discriminación.
Mengele merece más que
un párrafo, y no menos que la nada.
...
Cuando una es madre
conoce el miedo. Mi padre, lector sobre la historia de Hitler y el
Holocausto, supo despertar un día para poner sobre la mesa el
peligro ese de querer ser gitana: o te matan, o desapareces con el
resto. A mí, no por miedo, se me fueron destiñendo los lunares...
aunque no los necesito para subirme a la tabla a levantar el polvo
después de haber extendido la masa.
La Real Academia de la
Lengua hace poco fue puesta en el paredón, por definir en su
diccionario a los gitanos de manera discriminatoria, como trapaceros:
“que con astucias, falsedades y mentiras procura engañar a alguien
en un asunto” (https://www.youtube.com/watch?v=ZeexUKau0tc).
Si las instituciones son unos esperpentos, qué se puede esperar de
sus pueblos. Pero qué es primero, el huevo o la gallina.
La cocina gitana es
sencilla. No pretende sino apagar el frío, el hambre, el olvido.
Nunca la bulla.
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