miércoles, 3 de agosto de 2016

Gastronauta 92: Gitana



Cuando era muy pequeña, trapo sobre trapo, me vestía gitana. Perseguía los lunares como a los caramelos. Sin saberlo, un gallo picoteaba en mi pecho lo mismo que en la tierra, y los gusanos se le escapaban al verde corazón de mi niña. Verde, que te quiero verde. Como si hubiese nacido de un caballo en la penúltima ola del mar, yo me sentía una palma y otra palma, punta, talón, floreo, palma, palma, palma, del índice al corazón, el abismo.

No había flor de auyama virgen, mi abuelo muerto me había enseñado a lavarlas y a rellenarlas, hasta rehogarlas en aceite. Iban a morir a donde mismo nacieron, al tambor de carne, de cuyo ombligo también nacía y moría el hambre. En el plato no hay mejor vecino de la calabaza que el garbanzo: nada es puro, nadie puede constatarlo, tampoco en la cocina. Dejábamos un puño de los granos remojados en agua con sal, de una noche al día siguiente “espantando los espíritus malos del aire”, diría la abuela. Después ajo, aceite de oliva y limón hasta hacerlos pasta, para ir a parar en el perolito de vidrio con bordes de encaje que reservábamos para la crema.

Yo uso la cúrcuma porque, como a Camarón, no me gusta el arroz payo. Y si no tengo la raíz, le pongo zanahoria para que lo pinte, o le rallo la concha de la auyama aquella: qué fuera de Dios sin la luz del amarillo, qué del tallo de las palabras cortas sin los quejíos, qué fuera de la soledad sin el cante... de no llevar apellido.

“Sube los brazos sobre la cabeza como si fuese a bendecir el mundo. Los hace serpentear trenzando las manos, que doblan las sombras sobre las sombras de sus ojos”, me explican de La Macarrona el flamenco, y de cómo estirar la masa que resulta de ablandar las papas en agua hirviendo: las manos, de la cintura del árbol al cielo, lo mismo una culebra que una paloma.
De la cintura hacia abajo, salta sobre la mesa y la fiesta salta con ella, la calza un par de zapatillas rojas, como un charco de sangre, la salsa.

...
De la flama el flamenco, de la llama alta a la cocción baja: una olla, un par de cabezas de niños maleducados y vualá, el mito del día: un saco de huesos que ejerce la malignidad, una que para el resto era una cuestión de genética. El argumento para que más de medio millón de gitanos murieran en los hornos del Holocausto.

La noche del dos al tres de agosto de 1944, dos mil ochocientos noventa y siete mujeres, niñas, niños y hombres gitanos europeos fueron conducidos a la cámara de gas e incinerados, en Auschwitz-Birkenau por el nazismo, lo que la historia denominóZigeunermacht” (La noche de los gitanos), y los pueblos gitanos “La gran catástrofe”. En mayo, el campo de las familias gitanas se había armado y había resistido el primer intento de exterminio, pero de a poco fueron acabando con los organizadores de la resistencia, hasta que los amaneció agosto y su signo. Tres meses.

También los cocieron como a los conejos en sal, sólo que no se los comieron, los dejaron guindados de las mallas de alambre y espinos: baleados, muertos de hambre, a mazazos, de cansancio, o de frío. Cuatro años antes, 250 niños romaníes fueron ejecutados en Buchenwald como prueba de los cristales de zyklon-B, usados más tarde en las cámaras de gas, a donde fueron a parar sus comunes.

Los ustachas (croatas nazis, custodios de los campos gitanos) organizaron pequeñas orquestas gitanas en Jasenovac. En junio de 1942 los obligaron a dar concierto y al terminar, fueron fusilados todos. Ante Pavelic, el jefe de los croatas, almacenaba los ojos de los ejecutados en tarros con alcohol. En Jasenovac no había cámara de gas, por eso los métodos eran ingeniosamente brutales, y el río Sava se tragaba a judíos y a gitanos sin discriminación.

Mengele merece más que un párrafo, y no menos que la nada.

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Cuando una es madre conoce el miedo. Mi padre, lector sobre la historia de Hitler y el Holocausto, supo despertar un día para poner sobre la mesa el peligro ese de querer ser gitana: o te matan, o desapareces con el resto. A mí, no por miedo, se me fueron destiñendo los lunares... aunque no los necesito para subirme a la tabla a levantar el polvo después de haber extendido la masa.
La Real Academia de la Lengua hace poco fue puesta en el paredón, por definir en su diccionario a los gitanos de manera discriminatoria, como trapaceros: “que con astucias, falsedades y mentiras procura engañar a alguien en un asunto” (https://www.youtube.com/watch?v=ZeexUKau0tc). Si las instituciones son unos esperpentos, qué se puede esperar de sus pueblos. Pero qué es primero, el huevo o la gallina.

La cocina gitana es sencilla. No pretende sino apagar el frío, el hambre, el olvido. Nunca la bulla.

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