Desnuda sobre el
plástico frío mis hijas me dan vueltas, moscas sobre los restos.
Son las doce menos cuarto. De la ventana de la cocina puedo escuchar
a los vecinos vivir. A veces no me entero. Me asomo cada tanto y en
la soledad de los apartamentos el ronquido de uno me despierta una
sonrisa breve.
Sobre la mesa cuarenta
poemarios, desde la niña que firma cada memorando, hasta el de dos
mujeres y un hombre en una sola voz. Han pasado tres noches y la
máquina de coser me mira, no me acompaña.
¿Quién puede juzgar
el poema? La noche puede hacerlo. La noche es un hueco en la pared,
por el que se entra a la palabra como a la casa, o por el que se
arroja la verosimilitud y otras pendejadas.
Mis hijas y mi marido
van más bien arropados.
Una línea me lanza por
el bajante. Otra conversa con el lirio.
Hay una hoja y otra
hoja a la que me cuesta llegar. Tengo que parar, tomar agua -un vaso
de un sorbo-, volver a la guerra.
Mi barricada es una
gota oscura que camina en la noche, y se esconde al sol. Me
susurra: Nana y desaparece en los retrovisores del auto. Y
llega él a la página que es decir al día, con los hijos, se
detiene en la jardinera, se pierde en sus ojos la misma hora todas
las horas. Ella no baja. Los niños crecieron en cada piso tras las
paredes del ascensor. Se volvieron un pájaro transparente que hace
nido en el ducto de su garganta, un hueco en la pared donde nace mi
abuela muerta. El hueco me lo tragaría en silencio.
Nunca he podido
competir. Mis huesos son los pesados huesos de un caballo sin fe, el
menos lustroso de los caballos, el más lento de los caballos. Hacer
que otros compitan tampoco he podido, es cosa de sentar a mi caballo
a contemplar el baile de los purasangre. Pero hay caballos con alas
de plomo y hocicos de plomo y cascos de plomo, bailes de plomo a los
que una vuelta le sale bien, y con la otra una desea no haberles
visto bailar jamás. He preferido ser juez porque así no me tiento a
contender y a perder otra vez y otra vez y otra (no hace falta
concursar).
Tampoco quiero
preguntarme qué me hace juez. No sé decir lo que soy... “si yo
miro la oscuridad con una lente, ¿veré más que la oscuridad?, la
lente no ve la oscuridad, apenas la revela aún más”, me explica
Clarice.
El pájaro no me era
transparente, era una línea seca sobre la hoja seca, era un pájaro
cerrado frente a mí. Algo allí se ha muerto, porque yo quise
matarlo y me temo que en el féretro me lleva a mí: soy un pedazo de
aquel caballo, coronado por mis dientes, una mandíbula a la que le
faltan pocas piezas, con los ojos vendados, nariz dilatada, ácido el
estómago, cascos lúcidos y desgastados. Me ladran los perros, que
son los únicos que me presienten.
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De aquella muerte ha
visto luz la luz, y de su iridiscencia Casa de viaje,
perfectamente una novela, un poemario en el que cinco generaciones de
mujeres transforman la guerra en hogar y de la guerra la poesía. Su
autora, Deisa Tremarias Grimau, cuenta la historia de su abuela
durante la República, la Guerra Civil Española y el exilio. Y,
aunque una podría alejarse y verle como un documento histórico, el
testimonio del dolor, ese pedazo de una se estremece al sentir tan
cerca el fracaso, porque el fracaso duele más que la muerte. “Cuánto
me gustaría conocer aquello donde puedo volver a ser tu hija”.
¿Cómo es el camino
del que se vuelve del dolor? ¿Acaso hay camino? La casa es el dolor.
Con los ojos
hundidos en la próxima muerte
escondes el
costillar del hambre
Sus pasos ahora son
migajas
la caridad de lo
ajeno
No ha podido llorar
su frente el sudor de la faena
es ahora solo una
pobre limosna
la vergüenza de
volver al hogar
con las manos vacías
¿Quién ha perdido
tu nombre?
Niña, soy un hombre
un obrero sin
trabajo
Mi canto es el pan
duro
la piedra contra la
nuca.
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Los matorrales nos
susurran: sigan el camino, para allá, más para allá. Pero los
matorrales que hablan solo son una trampa. Escogen su mejor
caligrafía y las fotos pérdidas de papá para visitarnos en casa.
Dicen que nos ha escrito una carta para cruzar la línea de fuego. No
les creo pero mamá y mis hermanos les han seguido. Ahora soy la
última de la fila hacia el lugar que acordaron. Me siento en el
carro de uvas frente a la casa de campo abandonada. Están amarrando
las manos de mis hermanos y sus amigos. Esposan a mamá y a Pilar.
Los matorrales que hablan nunca son buenos. Dos de ellos me hacen
pasar adentro y me preguntan: ¿Cómo estás pequeña? Empiezo a
gritar y se abalanzan sobre mi. Nosotros no queríamos venir aquí,
nos han engañado. Otra vez nos van a matar.
La Forêt
Asumes el lugar de
tu partida. Solo los hombres sin tierra pueden cortar los árboles
como alguna vez ellos fueron cortados de la suya. Solo ellos se
quiebran con el don de las ramas. Solo ellos saben como hundir el
hacha contra su pierna y escuchar el tronco cayendo. Ellos son los
únicos que ya no esperan de la leña su fuego.
***Los
tres anteriores son poemas de Deisa Tremarias Grimau, en Casa
de viaje, trabajo ganador
del Premio Nacional de Literatura Stefania Mosca 2016.
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