viernes, 29 de julio de 2016

Gastronauta 91: Stefania


Desnuda sobre el plástico frío mis hijas me dan vueltas, moscas sobre los restos. Son las doce menos cuarto. De la ventana de la cocina puedo escuchar a los vecinos vivir. A veces no me entero. Me asomo cada tanto y en la soledad de los apartamentos el ronquido de uno me despierta una sonrisa breve.
Sobre la mesa cuarenta poemarios, desde la niña que firma cada memorando, hasta el de dos mujeres y un hombre en una sola voz. Han pasado tres noches y la máquina de coser me mira, no me acompaña.
¿Quién puede juzgar el poema? La noche puede hacerlo. La noche es un hueco en la pared, por el que se entra a la palabra como a la casa, o por el que se arroja la verosimilitud y otras pendejadas.

Mis hijas y mi marido van más bien arropados.
Una línea me lanza por el bajante. Otra conversa con el lirio.
Hay una hoja y otra hoja a la que me cuesta llegar. Tengo que parar, tomar agua -un vaso de un sorbo-, volver a la guerra.
Mi barricada es una gota oscura que camina en la noche, y se esconde al sol. Me susurra: Nana y desaparece en los retrovisores del auto. Y llega él a la página que es decir al día, con los hijos, se detiene en la jardinera, se pierde en sus ojos la misma hora todas las horas. Ella no baja. Los niños crecieron en cada piso tras las paredes del ascensor. Se volvieron un pájaro transparente que hace nido en el ducto de su garganta, un hueco en la pared donde nace mi abuela muerta. El hueco me lo tragaría en silencio.

Nunca he podido competir. Mis huesos son los pesados huesos de un caballo sin fe, el menos lustroso de los caballos, el más lento de los caballos. Hacer que otros compitan tampoco he podido, es cosa de sentar a mi caballo a contemplar el baile de los purasangre. Pero hay caballos con alas de plomo y hocicos de plomo y cascos de plomo, bailes de plomo a los que una vuelta le sale bien, y con la otra una desea no haberles visto bailar jamás. He preferido ser juez porque así no me tiento a contender y a perder otra vez y otra vez y otra (no hace falta concursar).
Tampoco quiero preguntarme qué me hace juez. No sé decir lo que soy... “si yo miro la oscuridad con una lente, ¿veré más que la oscuridad?, la lente no ve la oscuridad, apenas la revela aún más”, me explica Clarice.
El pájaro no me era transparente, era una línea seca sobre la hoja seca, era un pájaro cerrado frente a mí. Algo allí se ha muerto, porque yo quise matarlo y me temo que en el féretro me lleva a mí: soy un pedazo de aquel caballo, coronado por mis dientes, una mandíbula a la que le faltan pocas piezas, con los ojos vendados, nariz dilatada, ácido el estómago, cascos lúcidos y desgastados. Me ladran los perros, que son los únicos que me presienten.

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De aquella muerte ha visto luz la luz, y de su iridiscencia Casa de viaje, perfectamente una novela, un poemario en el que cinco generaciones de mujeres transforman la guerra en hogar y de la guerra la poesía. Su autora, Deisa Tremarias Grimau, cuenta la historia de su abuela durante la República, la Guerra Civil Española y el exilio. Y, aunque una podría alejarse y verle como un documento histórico, el testimonio del dolor, ese pedazo de una se estremece al sentir tan cerca el fracaso, porque el fracaso duele más que la muerte. “Cuánto me gustaría conocer aquello donde puedo volver a ser tu hija”.

¿Cómo es el camino del que se vuelve del dolor? ¿Acaso hay camino? La casa es el dolor.


Con los ojos hundidos en la próxima muerte
escondes el costillar del hambre
Sus pasos ahora son migajas
la caridad de lo ajeno
No ha podido llorar su frente el sudor de la faena
es ahora solo una pobre limosna
la vergüenza de volver al hogar
con las manos vacías
¿Quién ha perdido tu nombre?
Niña, soy un hombre
un obrero sin trabajo
Mi canto es el pan duro
la piedra contra la nuca.

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Los matorrales nos susurran: sigan el camino, para allá, más para allá. Pero los matorrales que hablan solo son una trampa. Escogen su mejor caligrafía y las fotos pérdidas de papá para visitarnos en casa. Dicen que nos ha escrito una carta para cruzar la línea de fuego. No les creo pero mamá y mis hermanos les han seguido. Ahora soy la última de la fila hacia el lugar que acordaron. Me siento en el carro de uvas frente a la casa de campo abandonada. Están amarrando las manos de mis hermanos y sus amigos. Esposan a mamá y a Pilar. Los matorrales que hablan nunca son buenos. Dos de ellos me hacen pasar adentro y me preguntan: ¿Cómo estás pequeña? Empiezo a gritar y se abalanzan sobre mi. Nosotros no queríamos venir aquí, nos han engañado. Otra vez nos van a matar.

La Forêt
Asumes el lugar de tu partida. Solo los hombres sin tierra pueden cortar los árboles como alguna vez ellos fueron cortados de la suya. Solo ellos se quiebran con el don de las ramas. Solo ellos saben como hundir el hacha contra su pierna y escuchar el tronco cayendo. Ellos son los únicos que ya no esperan de la leña su fuego.


***Los tres anteriores son poemas de Deisa Tremarias Grimau, en Casa de viaje, trabajo ganador del Premio Nacional de Literatura Stefania Mosca 2016.

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