Cuando Walterio pasó
de la puerta de mi casa hacia adentro, un hilo de aire meció la flor
de atamel.
El viejo duende nunca
la había visto. Yo, tampoco.
Un rato nos quedamos
con los pétalos en las manos, con las manos como pétalos,
reconociendo nuestra carne y la de las hojas. También es que W es
cegatón.
Tiene cataratas y cada
vez que se las va a operar, una semilla en este o aquel lugar lo
mienta y él ligero corre a plantarla, palabra que siembra todos los
días, la oración.
W tiene malo los ojos,
pero rápido bautiza violáceo el pedazo de cemento de donde cuelga
la vida: la flor del boldo es una torre de babel de piel gruesa, de
punta en corona, moteada por el color nazareno. Es púrpura la
albahaca y su brote, lila la del ajoporro, y morada la del orégano.
Su cabello, el de W, se
confunde con las barbas del maíz que le cuelgan de la boca.
“Mamá, ¿quién
sembró a Walter? ¿lo podemos sembrar en casa de mi abuela?”.
Y en tierra de mi
tierra W metió un casal de frijoles chinos que agrietaron el suelo
cuando el sol hizo lo propio en el cielo.
Entre una tacita de
“cocoy” (como le dice mi hija) y otra W soltaba la lengua como la
vaina de la caraota, y nosotros la recogíamos. Este pedazo de bloque
nunca fue más verde.
Todos querían verlo y
tocarlo, como si con sobarlo una podía hacerse de su savia. Lo
llamaban cada tanto por esto y por aquello. Hasta llegaron a llamarme
a mí para que se lo pasara. En una de esas, le contaron que por
allá, por Delta Amacuro, una gente a pico y pala abrió una boquete
de veinte metros para sembrar cachama, sin esperar que nadie les
financiara, ni máquina que hiciera su trabajo. Es arduo ser y hacer
gobierno propio, pero es más trabajoso dejarse gobernar.
W tiene cuatro hijos e
igual cantidad de “arrejuntamientos”. Es nieto de campesinos. Es
hijo de campesinos. Es campesino. Habla inglés lo mismo que el
castellano y es autodidacta, agroecólogo, filósofo.
Una vez, me cuenta,
decidió estudiar en la Universidad. Esperó estar preparado, porque
pensaba que no lo merecía, y cuando estuvo maduro la academia lo
recibió como era de esperarse.
Fue a sociología, en
la UCV. En el primer semestre exigió dividir la pizarra en la que
recibía una clase de esas “magistrales”; de un lado, el profesor
le explicaría lo que desease, del otro lado él desarrollaría su
versión. Después de ofrecerse unos coñazos, el “cerdo ese” le
interpeló: “tienes que entender que allá adentro, yo soy el
maestro”.
W se encogió de
hombros, se cagó de risas y se dio mediavuelta.
Nunca más volvió.
Antes, le había
sucedido algo parecido.
A principio de los años
setenta del siglo pasado, W era un veinteañero, y un día decidió
llegar hasta la sede del Partido Comunista en Valencia, para hacerse
miembro y militante de la facción. Cuando pudo hablar con uno de los
miembros, le pidieron en contraprestación a su solicitud “la carta
de recomendación para ingresar al PCV”.
W se encogió de
hombros, se cagó de las risas y se dio mediavuelta.
Nunca más volvió.
En las mediavueltas de
W, el hombre ha hecho vanguardia en la preservación de la semilla
criolla, se ha ideado la Escuela Popular de Piscicultura, ha
rescatado comunidades a través de la producción de su alimento, y
como las mejores cosas, de manera gratuita: una patada en el hígado
al sistema.
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Una mira mucho y bien
lejos
la omnisciencia.
Pierde el tiempo.
En tanto,
el Creador come arepa
en nuestra mesa.
Antes, parteó a la
tierra.
Es hora de irse
de romper decretos,
Walterio Lanz
se dio mediavuelta.
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