“Haz patria, mata un colombiano”.
¿Qué es la patria, sino un muro que
saltar?
¿Qué es sin la libertad del camino?
A Pangea -toda la tierra- la
separó Tetis y dos lágrimas para siempre vertieron al mar.
Bolívar también amó a Colombia y ese
amancebamiento todavía trasnocha a Venezuela.
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Nancy es vecina nuestra hace unos
veinti tantos años. Llegó hace unos cuarenta desde El Níspero en
la costa colombiana. Vende productos por catálogos y es la señora
de limpieza en algunas casas. Su esposo, el señor Humberto es
carpintero y han mudado su tapicería a casa.
Nos despierta la sierra y nos acuesta
el olor a sellador cuando volvemos a casa de mi madre.
“Ten cuidado, que colombiano que no
la hace en la entrada, la hace en la salida”, nos aconsejaron
siempre.
El hijo mayor del matrimonio es padrino
de mi hermana menor, el más chico ha crecido en el pizarrón de mi
madre. Han tenido algunos problemas con el del medio, como los ha
tenido mi tía con el suyo, y a veces mi madre (conmigo). Pero,
“colombiano tenía que ser”.
Un metro de ancho mide el pasillo que
separa las ventanas de su casa y la mía y aun así hace mucho que no
recuerdo la cara de Nancy.
¿Qué es la patria sino el olvido?
Se vinieron de la Colombia que mató a
Gaitán.
A ella le asesinaron buena parte de su
familia. Él la siguió, como el colibrí a la flor.
Llegaron a La Vega en Caracas y de allí
a BarrioAjuro en Charallave.
Yo recuerdo sus maletas. Siempre detrás
de la puerta, listas para volver.
Cuando nos cuidaba mi abuela y se
sacaba la chola para reprendernos por esto o aquello, yo me
escondía bajo las faldas de Nancy para huirle al chancletazo. No
entiendo porqué tanto reconcomio cuando Nancy hace lo mismo. Aquí
la tenemos, buscando caricia.
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“Todos matamos y nos pasábamos el
cuchillo, porque matar cansa”.
Lo amarraron, le hicieron morder la
soga. No querían que hablara. Era más que incómodo. En su voz el
dolor propio y ajeno. Desenfundaron un cuchillo y cuando lo
devolvieron, la sangre todavía hervía.
A William, pensaron que lo habían
degollado. Lo dejaron desaguar en un claro, entre los matorrales de
la selva. Después de que corrieron, desempuñó los ojos, se apretó
como pudo el cuello. Llegó a una casa. La casa llegó a él.
Se salvó de refilón. Se vino.
Y permanece y trabaja la palabra,
porque no pudo el filo arrancarle. Su sangre todavía enfría.
“A Venezuela viene el pueblo. A
Colombia huye la aristocracia, y Carmona”.
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Carola y Felipe se encontraron en
Caracas.
Del derretimiento de esta panela, tres
terrones enraizaron en La Sabana.
Ella camina desde Chile, él de
Barranquilla.
Su casa es un cuerpo sin fronteras. Las
manos la sembraron éste y aquella. El corazón es políglota. En su
cama se besan Manuela y Luisa Cáceres. Nunca entrara Pinochet. Y las
tablas la pusieron los vecinos. Se dice que de su conuco se comen los
mejores plátanos y que en su patio se enterraron los escudos.
Las cuerdas donde tienden la ropa arman
el pentagrama donde se escurren la sangre, los himnos.
Un día recibí un correo de ellos.
Solicitaban ayuda. Habían elegido a Venezuela como su hogar, y en
sus amigos la posibilidad de sublevarse a la burocracia.
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Decir Nancy es decir sabor.
Si me concentro, aun puedo suspirar el
humito que se cuela entre ventana y ventana.
Usted también.
Haga sus caraotas como mejor le gusten.
Aparte, cocine el arroz. Cuando ambos estén listos y burbujeen en la
olla, rálleles coco y papelón. Déjelos cocer.
Luego me cuenta cuán fuerte fue la
brisa atlántica que batió su hamaca.
A propósito de la campaña xenofóbica,
ésta es la Colombia que yo conozco.
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Dígame ¿Qué necesitarán los
políticos cuando arrecian la campaña de odio entre los pueblos?
¿Por qué cada tanto uno es más venezolano si odia al colombiano, o
viceversa? ¿Qué pasa por la mente del que marcha contra los muros
entre Israel y Palestina, pero es capaz de fabricarlos con sus
propias manos si se trata de dividir las Guajiras, al Táchira de
Cúcuta, y así? El nacionalismo, ese invento de tontos para tontos.
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