El catorce de febrero
de 1998 me desarrollé. Tenía doce años. Mi madre llamó a todas y
todos. Estaba orgullosa. Su única niña, hasta entonces, se había
convertido en mujer. Le hacían bromas, porque había ocurrido un día
de los enamorados.
Yo, había vuelto de la
plaza, de donde había quedado en verme con Roberto, un muchacho de
diecisiete que me aguardaba con una florcita. Nos gustábamos.
Era muy delgada y para
rellenar el jean que llevaba puesto me había calzado un par de
chores antes que el pantalón, para engrosarme.
Cuando vi a lo lejos a
Robert (como le decíamos), sentí un pequeño bajón en el vientre.
“Es normal”, pensé. “Estoy nerviosa”. Vecino a la plaza,
quedaba el consultorio ginecológico en el que la mamá de las
morochas, mis amigas de entonces, trabajaba como asistente del doctor
Balza.
Antes de que mi
enamorado me viera, se me ocurrió pasar por el baño, para evacuar
la presión bajo el ombligo. Había sangrado. Primero me asusté.
Después me preocupé. Se me hacía tarde para la flor. Estaba
manchada.
La madre de Karelis y
Karen me “socorrió” con una toallita, pero no había tela que
tapara aquello. Yo, salí y cuando Roberto me vio bañada en sangre,
retrocedió dos pasos, miró a su alrededor.
Ya ni me saludó nunca
más.
La señora Arelis había
anunciado a mi madre aquello. En casa me esperaba mi abuela. Ella fue
mi consuelo. No desaprovechó el momento para hacer girar la vieja
rueda. Me instruyó sobre cómo debía embadurnarme la cara con mi
sangre, para prevenir futuras afecciones, ahora que ya podía
producir con mi propio cuerpo aquello que ella llamó “mi remedio”.
En mi casa no habían
toallas de plástico, mamá estaba embarazada, mi vieja hacía mucho
no menstruaba y procedió a a hacerme un par de telas, mientras mi
padre me compraba las comerciales.
Así que mi comienzo
fue una vuelta a lo salvaje. Entonces, lloré. Hoy lo agradezco.
Diecisiete años
después, un catorce de febrero de dos mil quince, traigo a mi
segunda hija al mundo. Decido parir en compañía de otra mujer, en
el piso de mi cuarto ¡Otra salvajada! (Y una bonita casualidad,
producto de aquellas aguas).
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¿Qué produce usted (y
qué produzco yo) además de críticas y papel y burocracia?
¿Cuánto de lo que
comemos, lo sembramos, pescamos, cazamos, o empaquetamos?
¿En qué aro del árbol
permanece su paso en la memoria?
Cuando historiadores y
antropólogos estudien nuestro paso por la tierra nos definirán como
los (mal)vivientes de la Edad de plástico.
Nuestra producción de basura es tan inmensa que hay un continente
que flota en el mar, una especie de imán de nuestros residuos.
Una
promesa electoral efectiva es aquella que “garantiza” la
desaparición de nuestros despojos. No importa dónde paran; importa
NO dañar el sinsentido estético burgués. Y resulta que en las
urbanizaciones no hay basura, porque toda la convierten en
televisión. Pero ese es otro tema.
Como
lo mejor que sabemos producir es basura, podríamos dejar de
esconderla y empezar por producirla menos, luego por reciclarla,
antes clasificarla. Y así.
El
largo (ab)uso de los agroquímicos ha empobrecido los suelos para la
siembra. Y en lugares como en Venezuela, en donde una tira hoy una
“pepa” mientras espera transporte y al día siguiente no puede
parar el bus porque creció una mata de mango, es desperdiciado. Pero
aquellas tierras que otorgan toda su vida a un largo período de
siembras también empobrecen su sustento. Las lluvias y su poder de
arrastre, el fuego producto de la aridez, la minería, la
masificación de la basura, el propio acceso -casi nulo- a la tierra,
en fin... hace poco de acuerdo a la historia del planeta, habitamos
la sólido y hemos desaprendido a hacerlo nuestra casa.
Todavía,
aunque nos la hayan arrebatado, la tierra nos sigue alimentando. Y
aunque la mayoría migró a las ciudades, persiste una forma de
producir nuestro propio suelo, desde la gris urbanidad. Que se
derrame de nuestros techos, rebose nuestras ventanas. Insistamos con
la vida.
En
la clasificación de la basura, hay una básica. De elementos
orgánicos e inorgánicos. Los primeros son aquellos vivos, que
pueden seguir dando vida. Los segundos pueden ir a tener bien sea al
mar, o a las manos de la industria que lo vuelve a usar para
empaquetar más basura. Y así.
Detengámonos
en la vida.
Todo
material que se degrade luego de haber vivido debe volver a la
tierra. Nosotros podemos incluso determinar si nuestros huesos abonan
el piso de otras generaciones, así lo convirtamos en ceniza.
Separemos entonces. En un recipiente de su preferencia empiece por
acumular y tape herméticamente (para evitar las moscas y parásitos)
residuos de alimentos. Mezcle con cartones, hojas secas, e incluso un
poco de papelón (el azúcar acelera procesos de descomposición). La
biomasa que se produce generará una temperatura que forma parte
importante del compost. Mayor a 45° esta fase debe durar entre 5 y 6
días. La siguiente es de suma importancia porque incrementa el calor
y así la destrucción de bacterias peligrosas para la salud, en un
proceso de higienización que consiste en unas 1 ó 3 semanas. Luego,
descienden los grados y a la evolución del suelo vuelve la vida con
la aparición de hongos y la estabilización de la temperatura en
unas 4 semanas. La maduración puede llegar a dilatar unos seis
meses, en los que la tierra está apta para fertilizar la siembra.
En
tiempos de inmediatez, esto parecerá una tortura, pero volver a la
raíz requiere de meditación y entrega, la misma que dedicamos al
hedonismo.
También
nuestros cuerpos producen vida.
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Otra
forma de abonar la tierra es la devolver a ella nuestra sangre
menstrual.
Leo
sobre la preocupación de muchas personas (hombre y mujeres) por el
incremento en el precio de las llamadas “toallas sanitarias”. Y,
a nadie se le ocurre que esta necesidad es creada. Nos acostumbraron
a botarlo todo, incluso lo que procede de nuestras entrañas, así la
placenta, el árbol de la vida que nutre a nuestras semillas, también
a castrar la leche materna con fórmulas lácteas, y a nuestra
sangre, bajo el más impune asco a todo lo que reverbere vida.
Deberíamos sospechar de quien le teme a la expresión de nuestros
cuerpos, porque en ellos la naturaleza.
Recientemente,
un estudio ha determinado que en la menstruación se encuentran
células madres regeneradoras, que podrían ayudar a aliviar
enfermedades como el alzheimer, la diabetes, leucemia, linfomas. Pero
como no lo había dicho una empresa certificada, es decir, como no lo
había reconocido el capitalismo, la sabiduría lunar ancestral hasta
ahora era pura paja.
Sino
le da para regar sobre el suelo de una plantita, por la razón que
sea, use la copa menstrual y llueva sobre la tierra para nutrir el
ritual, o identifique sus mareas y repose sus fluidos en una tacita
que vaya a parar en el jardín más cercano. Mezcle su sangre con el
doble de agua y empape. Puede volver a las compresas de tela,
ecológicamente más saludables y fáciles de reproducir, antes que
alimentar la especulación y la insanía del sistema con nuestros
cuerpos.
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Robert
retrocede dos pasos. Mira a su alrededor. Ya ni me saluda más.
No
me importa.
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