martes, 16 de junio de 2015

Gastronauta 39: ConSuelo



El catorce de febrero de 1998 me desarrollé. Tenía doce años. Mi madre llamó a todas y todos. Estaba orgullosa. Su única niña, hasta entonces, se había convertido en mujer. Le hacían bromas, porque había ocurrido un día de los enamorados.

Yo, había vuelto de la plaza, de donde había quedado en verme con Roberto, un muchacho de diecisiete que me aguardaba con una florcita. Nos gustábamos.
Era muy delgada y para rellenar el jean que llevaba puesto me había calzado un par de chores antes que el pantalón, para engrosarme.
Cuando vi a lo lejos a Robert (como le decíamos), sentí un pequeño bajón en el vientre. “Es normal”, pensé. “Estoy nerviosa”. Vecino a la plaza, quedaba el consultorio ginecológico en el que la mamá de las morochas, mis amigas de entonces, trabajaba como asistente del doctor Balza.
Antes de que mi enamorado me viera, se me ocurrió pasar por el baño, para evacuar la presión bajo el ombligo. Había sangrado. Primero me asusté. Después me preocupé. Se me hacía tarde para la flor. Estaba manchada.
La madre de Karelis y Karen me “socorrió” con una toallita, pero no había tela que tapara aquello. Yo, salí y cuando Roberto me vio bañada en sangre, retrocedió dos pasos, miró a su alrededor.
Ya ni me saludó nunca más.


La señora Arelis había anunciado a mi madre aquello. En casa me esperaba mi abuela. Ella fue mi consuelo. No desaprovechó el momento para hacer girar la vieja rueda. Me instruyó sobre cómo debía embadurnarme la cara con mi sangre, para prevenir futuras afecciones, ahora que ya podía producir con mi propio cuerpo aquello que ella llamó “mi remedio”.
En mi casa no habían toallas de plástico, mamá estaba embarazada, mi vieja hacía mucho no menstruaba y procedió a a hacerme un par de telas, mientras mi padre me compraba las comerciales.
Así que mi comienzo fue una vuelta a lo salvaje. Entonces, lloré. Hoy lo agradezco.

Diecisiete años después, un catorce de febrero de dos mil quince, traigo a mi segunda hija al mundo. Decido parir en compañía de otra mujer, en el piso de mi cuarto ¡Otra salvajada! (Y una bonita casualidad, producto de aquellas aguas).
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¿Qué produce usted (y qué produzco yo) además de críticas y papel y burocracia?
¿Cuánto de lo que comemos, lo sembramos, pescamos, cazamos, o empaquetamos?
¿En qué aro del árbol permanece su paso en la memoria?

Cuando historiadores y antropólogos estudien nuestro paso por la tierra nos definirán como los (mal)vivientes de la Edad de plástico. Nuestra producción de basura es tan inmensa que hay un continente que flota en el mar, una especie de imán de nuestros residuos.
Una promesa electoral efectiva es aquella que “garantiza” la desaparición de nuestros despojos. No importa dónde paran; importa NO dañar el sinsentido estético burgués. Y resulta que en las urbanizaciones no hay basura, porque toda la convierten en televisión. Pero ese es otro tema.
Como lo mejor que sabemos producir es basura, podríamos dejar de esconderla y empezar por producirla menos, luego por reciclarla, antes clasificarla. Y así.

El largo (ab)uso de los agroquímicos ha empobrecido los suelos para la siembra. Y en lugares como en Venezuela, en donde una tira hoy una “pepa” mientras espera transporte y al día siguiente no puede parar el bus porque creció una mata de mango, es desperdiciado. Pero aquellas tierras que otorgan toda su vida a un largo período de siembras también empobrecen su sustento. Las lluvias y su poder de arrastre, el fuego producto de la aridez, la minería, la masificación de la basura, el propio acceso -casi nulo- a la tierra, en fin... hace poco de acuerdo a la historia del planeta, habitamos la sólido y hemos desaprendido a hacerlo nuestra casa.

Todavía, aunque nos la hayan arrebatado, la tierra nos sigue alimentando. Y aunque la mayoría migró a las ciudades, persiste una forma de producir nuestro propio suelo, desde la gris urbanidad. Que se derrame de nuestros techos, rebose nuestras ventanas. Insistamos con la vida.

En la clasificación de la basura, hay una básica. De elementos orgánicos e inorgánicos. Los primeros son aquellos vivos, que pueden seguir dando vida. Los segundos pueden ir a tener bien sea al mar, o a las manos de la industria que lo vuelve a usar para empaquetar más basura. Y así.

Detengámonos en la vida.
Todo material que se degrade luego de haber vivido debe volver a la tierra. Nosotros podemos incluso determinar si nuestros huesos abonan el piso de otras generaciones, así lo convirtamos en ceniza. Separemos entonces. En un recipiente de su preferencia empiece por acumular y tape herméticamente (para evitar las moscas y parásitos) residuos de alimentos. Mezcle con cartones, hojas secas, e incluso un poco de papelón (el azúcar acelera procesos de descomposición). La biomasa que se produce generará una temperatura que forma parte importante del compost. Mayor a 45° esta fase debe durar entre 5 y 6 días. La siguiente es de suma importancia porque incrementa el calor y así la destrucción de bacterias peligrosas para la salud, en un proceso de higienización que consiste en unas 1 ó 3 semanas. Luego, descienden los grados y a la evolución del suelo vuelve la vida con la aparición de hongos y la estabilización de la temperatura en unas 4 semanas. La maduración puede llegar a dilatar unos seis meses, en los que la tierra está apta para fertilizar la siembra.
En tiempos de inmediatez, esto parecerá una tortura, pero volver a la raíz requiere de meditación y entrega, la misma que dedicamos al hedonismo.

También nuestros cuerpos producen vida.
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Otra forma de abonar la tierra es la devolver a ella nuestra sangre menstrual.
Leo sobre la preocupación de muchas personas (hombre y mujeres) por el incremento en el precio de las llamadas “toallas sanitarias”. Y, a nadie se le ocurre que esta necesidad es creada. Nos acostumbraron a botarlo todo, incluso lo que procede de nuestras entrañas, así la placenta, el árbol de la vida que nutre a nuestras semillas, también a castrar la leche materna con fórmulas lácteas, y a nuestra sangre, bajo el más impune asco a todo lo que reverbere vida. Deberíamos sospechar de quien le teme a la expresión de nuestros cuerpos, porque en ellos la naturaleza.
Recientemente, un estudio ha determinado que en la menstruación se encuentran células madres regeneradoras, que podrían ayudar a aliviar enfermedades como el alzheimer, la diabetes, leucemia, linfomas. Pero como no lo había dicho una empresa certificada, es decir, como no lo había reconocido el capitalismo, la sabiduría lunar ancestral hasta ahora era pura paja.
Sino le da para regar sobre el suelo de una plantita, por la razón que sea, use la copa menstrual y llueva sobre la tierra para nutrir el ritual, o identifique sus mareas y repose sus fluidos en una tacita que vaya a parar en el jardín más cercano. Mezcle su sangre con el doble de agua y empape. Puede volver a las compresas de tela, ecológicamente más saludables y fáciles de reproducir, antes que alimentar la especulación y la insanía del sistema con nuestros cuerpos.
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Robert retrocede dos pasos. Mira a su alrededor. Ya ni me saluda más.
No me importa.

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