miércoles, 6 de mayo de 2015

Gastronauta 31: Guerra de comida



Tortazo que lo derriba. Abajo. Se cubre el rostro para alzar su plato contra la cara del otro, que le responde con una espaguetada sobre la cabeza. Aquel no se detiene. Le derrama el jugo contra el pecho. Éste le espatilla los huevos. Vuelan las frutas y el agua empatuca toda aquello.

La mesa está hecha un asco. Pero “en la mesa no se habla”, recuerdan a sus madres. “No hablen con la boca llena”, rematan. Les tiembla una mueca en la cara, uno ríe, el otro llora.

En medio, la barricada es una cola que se edifica con los estómagos ajenos al combate. La comida no es armamento, es alimento. Pero en Venezuela forma parte del arsenal de la Guerra económica.
Las bajas, como de costumbre, no se producen entre quienes se caen a pastelazos. No. Tampoco bajan los costes, porque en este país una vez que un bien, o servicio, llega a determinado punto, más nunca echa pa' atrás, y la libertad sólo la gozan los precios ¡Vulgar economía de mercado!

Aquí lo que cae al suelo es la cartera, el monedero, el sueldo, el Bolívar. En el desangre, no hay mucha elección, o te inventas tigritos, o comes mal. O siembras, o siembras.
Porque en la economía de muelle (importación) que sufrimos, cada vez producimos menos, es decir dependemos más; los dueños de abastos y supermercados contemplan en sus estructuras de costos el pago de multas por usura; cada quien vende o revende al precio que les da la regalada gana y se ríen en la cara de eso que llaman “precio justo”. Dejamos en manos de “la autoridad”, llámese Estado, la garantía de nuestra papa y en las garras del comerciante los cobres.

Lamentablemente, eso que llamamos solidaridad, colectivismo, cooperativismo, muere cuando priva la necesidad individual. Y, en vez de boicotear al bachaquero, acudimos a él, a ella, cuando se acaba la harina de maíz. La pagamos al precio que sea, porque la necesitamos en el “patuque” mental.
No aprovechamos la crisis para volver a la raíz, para sanear la cabeza y el cuerpo, también el espíritu. No. Al contrario, nos volvemos más viles y podemos empujarnos, insultarnos, magullarnos, por un desodorante.
Porque sí, es que para el común el hedor se quita con una bolita olorosa ¡Pues es hora de que nos enteremos: el egoísmo apesta y no es suficiente la fórmula del mejor perfume para aliviarle! Porque la cosa no se resuelve tapando tufitos, ni con cartitas de Mendoza, o con cuñas cursis de Escotet. Menos con listicas de productos a precio justo incumplidos, que ocultan una liberación voraz de esos precios.

Y sí, antes no teníamos cómo comprar y había qué, por eso llegamos a reclamar (“saquear”) lo nuestro. Con Chávez pudimos, porque teníamos el cómo y el qué (a pesar de los saboteos). Hoy ni cómo, ni qué. Porque lo oculten, porque el dólar paralelo, porque bajó el precio del petróleo, porque el subsidio, porque invitar a la siembra es un insulto, porque el progreso y tal, porque la viveza tiene todos los terminales de cédula, porque...

En esta mesa, una pata cojea y es la nuestra, con ella se nos viene todo encima. No podemos esperar que el lobo (el empresario) no se coma a caperucita, porque quien más bebe más sed tiene, o que el leñador (el Estado) no haga fiesta de nuestro árbol caído, tampoco que el bosque (el contexto ese al que llaman economía) mejore. No nos hagamos los inocentes, que aunque este sistema está hecho mierda y no nos creemos capaces de transformarlo en el hogar de nuestro cuerpo, no somos víctimas.
La madre(naturaleza) tendrá que halarle por las greñas a uno y a otro, o la abuelita(historia), esa que suicidó a Allende, debe llamar a capítulo a los colmillos , porque el tiempo es implacable y de la mano a la boca, se pierde la sopa.

Gastronauta 30: Eva también caga





...”pronta en la ira, lo que le falta de fuerza en las manos, lo tiene de veneno en la lengua”...
Descripción de la mujer, por el censor del Santo Oficio F. Garau.

Después de llevar a Pola y a mis tres sobrinos a la heladería, fuimos a sudar las barquillas a la plaza.
Alrededor de sus jardineras aprendí yo a caminar, bajo sus jabillos mi primer raspón.
Ahora, enseño a Manuela y a Pola a pisar los pasos y a querer mi historia, la suya.
Pero en la poesía de las cosas, los hijos muchas veces se cagan.
Mi hija mayor es una dulce insumisa. Y fue así como no detuvo su digestión sin importarle verso alguno.
En este país escasean los baños públicos, y enfrente nuestro sólo reposa la imponente construcción amarilla de la Iglesia de mi pueblo (a la que ella llama castillo).
No entraba desde mi comunión. No me importó. Decidí sentarme en la antepenúltima banca del ala derecha, paralelas a Nuestra Señora del Rosario.
Pola estaba anonadada por "las muñecas, mami". Aproveché su asombro para desabrochar, bajar el cierre y las mangas del pantalón. Antes, acomodé el pañal de repuesto, las toallitas y la crema para hacer expedito el trance.
Una vez empezada la limpieza, se me acerca un señor, al que miro de reojo, porque sino me lleno de la gracia non divina de mi hija.

-Señora, usted no respeta.
-Por qué- le interpelo yo, sin mediar mirada.
-Que está en la casa del señor.
-Ajá, y qué...
-Que esto no es cambiadero.
-¿Y es que acaso Jesús no cagó, y ésta de al lado (María) no le limpió el culo? ¿O desde entonces El Mesías anda cagado, y ustedes en su nombre cagando a los demás?

Eso mientras limpiaba los restos y ponía la cremita y pensaba en el estreñimiento y su relación con la infelicidad. Ahí mismo subí la mirada y me percaté de que, como el viejo guardián del templo, algunos otros me reprochaban con la mirada. Transcurría una misa.
Me arreché.

Alcé un poco la voz para decir algo como lo que sigue:
-Saben que el Papa acaba de denunciar la práctica de orgías homosexuales en la Santa sede, y esa mierda nadie trata de limpiarla... porque es que no hay toallita húmeda que pueda con tanta misoginia, y pedofilia, con tanta hipocresía. Jesús, si es que existió, sacó a los mercaderes del templo que vendían la puritica mierda. No me vengan ustedes a decir que no puedo yo limpiarla.



Pero la iglesia, tan grande y tan vacía, no sirve ni para cambiar un pañal, porque como los baños, sólo en los de faldita hay mesas dispuestas para lustrar la humanidad. Y el castillo con la cruz es la elevación de un pene, cuya eyaculación sólo sirve para ungir a los inocentes.
He allí a las hijas de Eva, evacuando la manzana.
Antes de irme y ser perseguida por los ojos de la feligresía, me detuve en la pila bautismal. La miré. Me miraron. Los miré. Sonreí. Metí mis manos.
Ojalá y hubiese tenido agua, pensamos.

Soy un efecto



Por Analía Fernández Fuks
I.
Soy ortografonista desde que estoy en el jardín de infantes. Con el tiempo me
fui especializando en esta tarea de reconocer los errores de ortografía antes de
que sean escritos. Es decir, los puedo precisar en el habla. Así, el día en que
Valentín vino a dejarme, me di cuenta de que estaba poniendo el acento de
nuestra relación en el lugar equivocado.
II.
Las cosas en casa siempre fueron así. Volver del colegio y encontrar los platos,
las sartenes, los cubiertos suspendidos en el aire; las sillas tiradas, la heladera
vaciada sobre el piso, la yerbera cayendo de la alacena, la historia del verano
en Miramar siempre igual y un “basta ya”. Mamá y papá tienen la costumbre de
dejar las peleas en pausa para volver del trabajo y acordarse por dónde van.
Ya es hora de entrar en la escena. En medio de la cocina, dejo las últimas
zapatillas que me regalaron, un suspiro corto y un llanto. No sé qué es lo que
pasa cuando las cosas cambian de lugar. Escucho los tacos de mamá y la voz
ronca de papá subiendo en el ascensor. Y me voy de casa por las escaleras.
III.
Y vos tan dormido panza arriba. Quiero meterme por el ombligo y caer de palito
adentro tuyo. No quiero que duermas siempre que yo estoy despierta. Una
relación no puede vivir de madrugada. No son dos tostadas y un café con
leche. Medio beso en el fondo de la taza. El otro día pensé que si te soplaba la
oreja capaz me metía en tu sueño. Pero creíste que era una mosca y te pusiste
de costado. Prefiero que duermas panza arriba porque puedo saber mejor qué
estás soñando. Y sé que no era cierto el sueño que me contaste, ese en que
vos y yo galopábamos en la terraza de un vecino y saltábamos por los edificios.
Porque yo estaba ahí, del otro lado. Y vos estabas tan quieto, como siempre,
sin ir a ningún lado.
Despertate. Así no se sueña conmigo.
IV.
El miércoles a las cinco de la tarde, cuando fui a verla, Abuela estaba en India.
Era la primera vez que viajaba en alfombras voladoras. A pesar de eso, dijo
que no tuvo miedo. Que si uno mira bien los países nunca se parecen a los
dibujos de los mapas, que los habitantes nunca se parecen a las fotos que hay
de ellos en otras partes del mundo y que nadie lleva en la valija realmente lo
que dice llevar. Después de dos días, volvió del viaje. Ahora está abajo del
agua y hace nado sincronizado. Parece que el ganchito en la nariz le está
molestando. Hace gestos y señala la garganta como si se ahogara con sus
propias burbujas. Mi tío le pide que se calme. Abuela afloja las manos. Cierra
los ojos y flota. Mi tío le acomoda el tubo. Entran dos mujeres; una le aprieta el
pecho, la otra la inyecta. Abuela se corre la mascarilla de plástico verde y con
la boca caída hacia un costado nos dice a todos que por favor la dejemos
nadar tranquila.
V.
Al final de toda historia siempre hay un disparo. El arma está debajo del
colchón. Nunca se sabe cuál de los dos tendrá pesadillas. Por eso duermo con
un almohadón en el pecho y por las dudas, también me ato las manos.

martes, 21 de abril de 2015

¿Por qué todavía no me compré un DVD?

Por Eduardo Galeano



Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco.
No hace tanto, con mi mujer, lavábamos los pañales de los críos, los colgábamos en la cuerda junto a otra ropita, los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar. Y ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda, incluyendo los pañales. ¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables! Si, ya lo sé. A nuestra generación siempre le costó botar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos en el pañuelo de tela del bolsillo. ¡¡¡Nooo!!! Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades.

¡Guardo los vasos desechables!
¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez!
¡Los cubiertos de plástico conviven con los de acero inoxidable en el cajón de los cubiertos!
Es que vengo de un tiempo en el que las cosas se compraban para toda la vida!

¡Es más! ¡Se compraban para la vida de los que venían después!
La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, vajillas y hasta palanganas de loza.
Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos cambiado de refrigerador tres veces. ¡¡Nos están fastidiando! ! ¡¡Yo los descubrí!! ¡¡Lo hacen adrede!! Todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo. Nada se repara. Lo obsoleto es de fábrica. ¿Dónde están los zapateros arreglando las media-suelas de los tenis Nike? ¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando colchones casa por casa? ¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista? ¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros?
Todo se tira, todo se desecha y, mientras tanto, producimos más y más y más basura.
El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad.
El que tenga menos de 30 años no va a creer esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el que recogía la basura!! ¡¡Lo juro!! ¡Y tengo menos de... años! Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy hablando del Siglo XVII).
No existía el plástico ni el nylon. La goma sólo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no estaban rodando las quemábamos en la Fiesta de San Juan.
Los pocos desechos que no se comían los animales, servían de abono o se quemaban. De 'por ahí' vengo yo. Y no es que haya sido mejor.. Es que no es fácil para un pobre tipo al que lo educaron con el 'guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo', pasarse al 'compre y bote que ya se viene el modelo nuevo'. Hay que cambiar el auto cada 3
años como máximo, porque si no, eres un arruinado. Así el coche que tenés esté en buen estado. Y hay que vivir endeudado eternamente para pagar el nuevo!!!!

Pero por Dios. Mi cabeza no resiste tanto. Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que, además, cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real. Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya si era un nombre como para cambiarlo) Me educaron para guardar todo. ¡¡¡Toooodo!!! Lo que servía y lo que no. Porque algún día las cosas podían volver a servir. Le dábamos crédito a todo. Si, ya lo sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué cosas no. Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo, las carpetas del jardín de infantes y no sé cómo no guardamos la primera caquita. ¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo? ¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente, no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con la que se consiguieron? En casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto. Y guardábamos.. . ¡¡Cómo guardábamos!! ¡¡Tooooodo lo guardábamos!! ¡¡Guardábamos las tapas de los refrescos!! ¡¿Cómo para qué?! Hacíamos limpia-calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el barro. Dobladas y enganchadas a una piola se convertían en cortinas para los bares. Al terminar las clases le sacábamos el corcho, las martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela. ¡Tooodo guardábamos! Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se tiraban al terminar su ciclo, inventábamos la recarga de los encendedores descartables. Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de sardinas o del corned-beef, por las dudas que alguna lata viniera sin su llave. ¡Y las pilas! Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa. Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín. Las cosas no eran desechables. Eran guardables. ¡¡¡Los diarios!!! Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver. ¡¡¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al trozo de carne!!! Y guardábamos el papel de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de navidad y las páginas del almanaque para hacer cuadros y los goteros de las medicinas por si algún medicamento no traía el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos y los mazos de naipes se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espada que decía 'éste es un 4 de bastos'. Los cajones guardaban pedazos izquierdos de pinzas de ropa y el ganchito de metal. Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en una pinza completa. Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Así como hoy las nuevas generaciones deciden 'matarlos' apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a nada: ¡¡¡ni a Walt Disney!!! Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron: 'Cómase el helado y después tire la copita',
nosotros dijimos que sí, pero, ¡¡¡minga que la íbamos a tirar!!! Las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas. Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se transformaron en adornos de dudosa belleza. Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de botellones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella. Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que reservábamos. ¡¡¡Ah!!! ¡¡¡No lo voy a hacer!!! Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad son descartables. Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas. Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero. No lo voy a hacer. No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne. No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo,pegatina en el cabello y glamour. Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares. De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la 'bruja' como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna función nueva. Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo de que la 'bruja' me gane de mano y sea yo el entregado.

lunes, 13 de abril de 2015

Gastronauta 29: Yo bailo

Yo bailo. Y desde pequeñita estuve en algunas academias en las que llené huequitos y un trébol de fotos para colgar en la historia mínima de sus paredes. De esa época, ahorita recuerdo dos momentos.
 
Uno. De tres años: un sorongo, que con mucha linaza, gelatina, laca, moñeras y ganchillos (tenía yo el cabello muuuuuy-demasiado liso) me alzaron mi mamá y Herminia, para bailar en el Parque del este, Venezuela habla cantando, de Conny Méndez. Me fascinaba mecer entre mis brazos un bebé imaginario, al desgañitar el secreto "compañeros" es que "arrullamos a los niños con el himno nacional", y que mi moño permaneciera intacto, izado al lado de una orquídea morada como mi vestido. Me recuerdo como estampita cursi del nacionalismo, pero para mi ya envejecida memoria recordar esto es una victoria.
 
Dos. Más grande, mi maestra de baila nos llevó unas vacaciones a casa de sus padres en Barlovento. pisaba yo la adolescencia y allí aprendería un par de cosas.
El olor del cacao negro tostándose bajo los rayos del catire. Y a apartármele a las caderas de una mujer deseosa. Sí, me le atravesé a una barloventeña en el camino hacia su hombre en pleno repicar de tambores, y mi pálido cuerpo fue a parar a una esquina de bahareque. Eso me enseñó a ubicarme y que a pesar y debido a los mamonazos, en la nobleza de la tierra soy bienvenida.
Para siempre me llevo el viento húmedo de las cumbes negras y su sabor a chocolate en mis pies.


Más tarde visitaría Birongo, sus brujas, su cueva y sería testigo de los cueros de agua en los que sus mujeres descargan cuentos, alegrías, tristezas, y bailan la vida. Los tambores de agua, me enteraría luego, son una práctica heredada en el largo e infame camino de las cadenas de la esclavitud.
Fui bautizada por las gotas de sudor, de lágrimas, el torrente de las Mamá África que devolvían al río cada golpe de la historia contra su piel.


Gastronauta 28: Mi mate con Galeano

En un momento de euforia periodística pude yo conversar con algunos grandes para mí.
También estuve a punto de concretar conversaciones con Correa y con el Pepe Mujica. Sin embargo, después de insistir hasta cierto punto, no las empeciné. Eran hombres de la circunstancia. Me quedé con sus teléfonos y la conjura esa del pudohabersido.
Pero con Galeano, fui obstinada. Él era-es un árbol madre. Le escribí, lo llamé, le mandé a decir, lo cacé. Y nada.
Incluso fui a Montevideo y me senté en su silla en el café Brasilero, a ver si se me pegaba algo. Cosa de loca.
Tampoco lo hallé en alguna Feria del libro. Y hubo quien mostrara su foto junto las canas ceniza de ese fueguito que ardía a pesar, o será más bien debido, al humo en sus pulmones.
Es Galeano responsable de que yo quiera escribirlo todo. De que para mí esta realidad sea una tarea que no copié completo.
Qué extraña ansiedad esa de querer presenciarlo me sostuvo durante un tiempo, como si el hombre fuera su carne.
Será porque sé que una no termina por ser eso que es una extensión de nuestras extremidades (mano y lengua, para escribir y decir, en este caso), y que en los ojos una aprieta el alma de ese que se presenta en frente como un espejo.
Ahora mismo, le cebo un mate, así como mi madre le pone agua a José Gregorio Hernández, o Ernesto cocuy a San Benito.


domingo, 12 de abril de 2015

Gastronauta 27: Corona

No le puse mucha atención a mi cuerpo hasta que parí.
Fue entonces cuando supe que mis caderas eran hermosas, se abrían para recibir la divinidad.
Que mis tetas crecían y decrecían según el llamado de la leche. Y así mis órganos se reacomodan de acuerdo al tamaño de mis semillas.
La primera rayó mi vientre y lo abultó hasta dejar en él la huella más visible de mi embarazo. En el postparto lo miré y re-miré frente al espejo, que es decir frente a mí misma. No me gustaba lo que veía, ni lo que leía. Que si las rayas de una leona, y un largo etcétera de lo que para mí eran autocompadecimientos. Súmele la depresión de la cuarentena, no poder comer esto, o aquello, el abc de las enfermedades de la teta, un periodo de hospitalización de mi cachorra y otros fantasmas a los que no les até las cadenas.
Ahora mismo, revivo el período en el que vuelvo a mi reflejo. Miro mi piel colgante y asumo mis nuevos pliegues con más entereza... hasta que me tocó masticar uno de mis dientes.
Perdí uno en el ya aporreado cuadrilátero del postparto.
En principio, quise llorar. Y lloré.
Cómo podía pasarme esto a mí.
Hasta que me exorcicé (es decir escribí esto) y entonces comprendí que ubicaba y ubico el espejo afuera, que quien me mira es la sociedad, es una revista Cosmo, una contraportada de diario de deportes, quien se detalla es la mujer que se ha extraviado en sus hormonas. Y me devuelvo enterita de la procesión de ser mujer en el país de la mises, me río y exagero la mueca por si no se mira el agujero en el que se asoma una pequeña monarca.
(Inciso: Le explico a la Pola que no me gustan los reyes, ni las princesas porque para que estos parásitos vivan, otros tienen que fregarse, joderse, desdentarse)
Siempre fui la reina de mi salón. Y alguna vez me gustó. En su momento me gustó. De vez en cuando una debe revolcarse en la mierda y comprender que este envoltorio (y su mierda) también sirve de abono.
Lo mismo que el rey de los judíos, sentimos el power hasta pedalear sobre las aguas, para después ser ahogados en la cruz, y formar parte del espectáculo romano.
Por su proximidad, es la corona de espinas propia la que revienta el pensamiento que somos. La que nos devuelve a la tierra y sus formas. Que nos acerca a uno de los finales. Nos recuerda que son los hijos nuestra propia reencarnación.
No supe si acostar mi diente bajo la almohada y rogar al ratoncito algún deseo.
Después de dos hijas, un trébol de desilusiones y una casa con vista a un templo, no puedo creer en cuentos, ni en sacrificios, menos en perfecciones.
Juego con mis sobrinos que ahora pierden sus dienticos de leche y se los pidos para armar una diadema.
En fin, correteo la sonrisa.