domingo, 12 de abril de 2015

Gastronauta 27: Corona

No le puse mucha atención a mi cuerpo hasta que parí.
Fue entonces cuando supe que mis caderas eran hermosas, se abrían para recibir la divinidad.
Que mis tetas crecían y decrecían según el llamado de la leche. Y así mis órganos se reacomodan de acuerdo al tamaño de mis semillas.
La primera rayó mi vientre y lo abultó hasta dejar en él la huella más visible de mi embarazo. En el postparto lo miré y re-miré frente al espejo, que es decir frente a mí misma. No me gustaba lo que veía, ni lo que leía. Que si las rayas de una leona, y un largo etcétera de lo que para mí eran autocompadecimientos. Súmele la depresión de la cuarentena, no poder comer esto, o aquello, el abc de las enfermedades de la teta, un periodo de hospitalización de mi cachorra y otros fantasmas a los que no les até las cadenas.
Ahora mismo, revivo el período en el que vuelvo a mi reflejo. Miro mi piel colgante y asumo mis nuevos pliegues con más entereza... hasta que me tocó masticar uno de mis dientes.
Perdí uno en el ya aporreado cuadrilátero del postparto.
En principio, quise llorar. Y lloré.
Cómo podía pasarme esto a mí.
Hasta que me exorcicé (es decir escribí esto) y entonces comprendí que ubicaba y ubico el espejo afuera, que quien me mira es la sociedad, es una revista Cosmo, una contraportada de diario de deportes, quien se detalla es la mujer que se ha extraviado en sus hormonas. Y me devuelvo enterita de la procesión de ser mujer en el país de la mises, me río y exagero la mueca por si no se mira el agujero en el que se asoma una pequeña monarca.
(Inciso: Le explico a la Pola que no me gustan los reyes, ni las princesas porque para que estos parásitos vivan, otros tienen que fregarse, joderse, desdentarse)
Siempre fui la reina de mi salón. Y alguna vez me gustó. En su momento me gustó. De vez en cuando una debe revolcarse en la mierda y comprender que este envoltorio (y su mierda) también sirve de abono.
Lo mismo que el rey de los judíos, sentimos el power hasta pedalear sobre las aguas, para después ser ahogados en la cruz, y formar parte del espectáculo romano.
Por su proximidad, es la corona de espinas propia la que revienta el pensamiento que somos. La que nos devuelve a la tierra y sus formas. Que nos acerca a uno de los finales. Nos recuerda que son los hijos nuestra propia reencarnación.
No supe si acostar mi diente bajo la almohada y rogar al ratoncito algún deseo.
Después de dos hijas, un trébol de desilusiones y una casa con vista a un templo, no puedo creer en cuentos, ni en sacrificios, menos en perfecciones.
Juego con mis sobrinos que ahora pierden sus dienticos de leche y se los pidos para armar una diadema.
En fin, correteo la sonrisa.



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