Yo bailo. Y desde pequeñita estuve en algunas academias en las que
llené huequitos y un trébol de fotos para colgar en la historia mínima
de sus paredes. De esa época, ahorita recuerdo dos momentos.
Uno. De tres años: un sorongo, que con mucha linaza, gelatina, laca,
moñeras y ganchillos (tenía yo el cabello muuuuuy-demasiado liso) me
alzaron mi mamá y Herminia, para bailar en el Parque del este, Venezuela
habla cantando, de Conny Méndez. Me fascinaba mecer entre mis brazos un
bebé imaginario, al desgañitar el secreto "compañeros" es que
"arrullamos a los niños con el himno nacional", y que mi moño
permaneciera intacto, izado al lado de una orquídea morada como mi
vestido. Me recuerdo como estampita cursi del nacionalismo, pero para mi
ya envejecida memoria recordar esto es una victoria.
Dos. Más grande, mi maestra de baila nos llevó unas vacaciones a casa de sus padres en Barlovento. pisaba yo la adolescencia y allí aprendería un par de cosas.
El olor del cacao negro tostándose bajo los rayos del catire. Y a apartármele a las caderas de una mujer deseosa. Sí, me le atravesé a una barloventeña en el camino hacia su hombre en pleno repicar de tambores, y mi pálido cuerpo fue a parar a una esquina de bahareque. Eso me enseñó a ubicarme y que a pesar y debido a los mamonazos, en la nobleza de la tierra soy bienvenida.
Para siempre me llevo el viento húmedo de las cumbes negras y su sabor a chocolate en mis pies.
Más tarde visitaría Birongo, sus brujas, su cueva y sería testigo de los cueros de agua en los que sus mujeres descargan cuentos, alegrías, tristezas, y bailan la vida. Los tambores de agua, me enteraría luego, son una práctica heredada en el largo e infame camino de las cadenas de la esclavitud.
Fui bautizada por las gotas de sudor, de lágrimas, el torrente de las Mamá África que devolvían al río cada golpe de la historia contra su piel.
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