lunes, 14 de agosto de 2017

LA PRAIA



Ella maneja la moto. Él se aprieta contra su culo, una perfecta sandía partida en dos. No lo desentierran de ahí ni que se caigan. Era la noche de un miércoles y van juntos a un escampado en Belém do Pará. El lugar no tiene paredes, ni sillas, sólo seis horcones de bambú que sostienen el techo de palma seca. Está repleto de parejas jóvenes. Llegan a lugar y ahí estoy yo, y desde entonces no puedo dejar de mirarlos. Ella es blanca leche y él negro cerrado. Ella lleva pantaloncitos cortos (cortísimos) de blue jean deshilachados que descubren la mitad de sus nalgas a la luna. No es la única. El resto de las mujeres dejan ver sus ombligos y ninguna de las presentes baja la falda o el pantalón hasta las rodillas. Él no tenía camisa. Era alto y fuerte como si sembrara durante el día y nos cosechara por las noches. Apenas se bajaron de la moto comenzaron a bailar. Se restregaban uno contra el otro mientras un batuque iba de calmo a repique. Él descorría los cabellos de la cara de ella detrás de sus orejas. La besaba. La tomaba de la cintura y ella se contorneaba haciendo con los pies el símbolo del infinito sobre el piso de tierra. La volteaba y la masajeaba sobre la silla que hacía con sus piernas. Yo fui con Jota que era mi novio de entonces y que tampoco había podido dejar de verlos. Se decían cosas al oído y de vez en cuando nos descubrían mirándolos. Pero no nos importaba. Los tambores le hicieron un nicho hasta que suavemente se apagaban. Y entonces se detuvieron. Ella se recogió las greñas en un moño alto y vinieron hasta donde estábamos. Ella tomó a Jota y él me tomó a mí. No hacía falta que supiéramos bailar. Me soltó la moña de en alto y me descubrió frondosa. Yo tenía poco más de veinte años y ningún carioca en mi haber. No sé qué hizo ella con mi compañero y hasta hoy no le pregunté. Habíamos prendido una fogata cerca del mango y las hojas se doraban bajo el cielo redondo de Brasil. Con él surtí la praia de rio de en junto.

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