Eran las ocho de la
noche y no sabíamos de María. Había roto fuente a las diez de la
mañana y subió en el ferrocarril desde Charallave hasta la
Maternidad Concepción Palacios, donde se controlaba su embarazo a
fin de garantizar el término en la Maternidad General de Venezuela.
A mi tía se le había acabado la batería del perolito que cargaba,
y María obviamente no atendía el teléfono. A las nueve de la
noche, mi madre me avisa que a mi prima la tenían en el Clínico
Universitario. Así que cogí mis cuatro muchachas, hice unas arepas,
llené un garrafón de cinco litros de agua y nos empujamos mi
compañero y yo, hasta el hospital para ver qué sucedía y en qué
podíamos ayudar.
Al llegar, nos relatan
la travesía. De la Concepción Palacios la despacharon al cabo de
recibirla porque no tenían insumos. Mientras, la recibían y la
botaban, algunos médicos le hicieron tacto, y todos coincidían en
que no estaba preparada. “Usted, no pare todavía”. Le hicieron
una orden abierta para irse con su “ayayay” a otro lado. Los
dolores aumentaban y ella, primeriza, no sabía qué hacer, lo único
que tenía claro era que no se regresaba a casa. De la Concepción
Palacios fue a dar al Materno Infantil de Caricuao. Contaron los
billetes y se fueron con el mejor postor hasta la UD4. Allí, ni la
recibieron. “No tenían pitocín, sólo abrían las puertas a las
que llegaban con el muchacho casi afuera”. Estaba a reventar. Lo
mismo, en la Santa Ana en San Bernardino. Así que partió hacia El
Valle. Una vez allí, una doctora le hizo otro tacto y determina que
requiere una cesárea, por la pérdida de líquido y que su estado
era delicado y “cuidado sino una Ruptura Prematura de Membrana
-RPM-”, lo que le podía ocasionar lesiones en ella y el bebé.
Otro doctor, con más rango se le encima, la lastima después de
hacerle otro tacto, se molesta porque “cómo era posible que la
Concepción Palacios no la atendiera”, y seguidamente se niega a
dejarla en el Materno Infantil Hugo Chávez (se retuerce Chávez
donde quiera que esté). María decide irse al Clínico. Allí, la
reciben a las tres y media de la tarde con la oxitocina sintética
que en teoría (y efectivamente) le aceleran los dolores de parto.
“Si en unas cinco horas, no ha parido, entonces la operamos”,
aclara la doctora tratante. A las ocho pasa y le vuelven a hacer
tacto, y según la doctora no había dilatado ni un centímetro, pero
seguía botando agua, luego de cuatro ampollas de pitocín y de los
dolores de parto. Justo al anunciar que la operarían, un hombre
anuncia a voz en cuello que no bajasen a más nadie a quirófano,
porque acababa de acabarse el último de los insumos. Eran las diez
de la noche.
Nosotros seis nos
habíamos devuelto a casa. Llegando, me llaman, que la sacaron del
Clínico. Nos vamos directo a la Maternidad de Carrizal, pero allí
no la podían atender porque la Unidad de cuidado neonatal no era
apta para una parturienta con tantas horas de pérdida de líquido
amniótico.
A las nueve de la noche
bajó sola en el único ascensor que servía, cinco pisos. Pensaba en
lo que acababa de decirle la mujer que la atendió. “Su hijo podía
morirse. Ella también, sino eran atendidos de inmediato”. Abajo,
su marido y su mamá la esperaban. Caminaría otro tanto para
conseguir un taxi que la llevara por los únicos dos mil quinientos
Bolívares que reunían entre los tres. Los trasladaría hasta el
Hospital del Llanito, al otro lado de la ciudad capital.
Cinco ampollas de
pitocín la recibirían. Maniobras de Kristeller de dos mujeres sobre
ella. Una episiotomía (corte de la vagina al periné). Tres veces se
orinaría encima, le reventaron la membrana con la mano. Se desgarró
(la desgarraron). Y, en el Hospital no había agua. Así que tuvo,
con los dolores más terribles que había sufrido en su vida,
limpiarse como pudo con una esponja quirúrgica que le consiguió una
enfermera.
A las diez y diecisiete
parió a Moisés en la semana 37: tres kilos trescientos, cincuenta y
dos centímetros, con dificultad respiratoria. Justo al salir defeca,
expresión del estrés (por decir lo menos) que vivieron él y su
madre, mi prima, todas las madres pobres que deciden parir en el
sistema hospitalario en Venezuela.
No fue sino hasta las
diez y media de la mañana siguiente, un sábado 17 de septiembre que
pudimos saber qué había ocurrido con María. Doce horas después,
conocer que había parido y que todo había resultado en la vida de
un frondoso bebé. Mientras a ella todo le sucedía, afuera, en una
banca de cemento su madre y su esposo padecían el frío de la noche
caraqueña sin que un alma le informara si ella y él vivían.
María había dibujado
un camino de agua desde el oeste al centro sur y luego al este de
Caracas, y doce horas después de haber llegado a su pesebre la
botaron de El Llanito porque en el Hospital no había agua.
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Lo otro era pagar
entre 450 y 800 mil Bolívares, los precios en los que oscilaban las
clínicas para entonces (septiembre 2016). Y dejemos claro que las
clínicas privadas no garantizan que la violencia obstétrica no se
de, sólo que da por descontado el ruleteo. Pero suceden cesáreas
programadas de acuerdo a la agenda de los doctores, o casi obligantes
porque conviene a las finanzas de este o aquel ginecobstetra. Las
maniobras menos recomendadas, la muerte neonatal, la muerte de las
madres. Pero, la vida huele a limpio, tiene sábanas nuevas, el
doctor le sonríe y el papá puede llevarle flores. Porque la vida
bien venida ilustra el comienzo de la lucha de clases.
Recientemente, la Red
de Colectivos por el Cuidado de la Vida Tetas en Revolución
evidencia que en una sola noche recibieron la denuncia de más de
quince mujeres en trabajo de parto en condición de ruleteo de un
centro médico a otro.
¿Qué ha pasado con la
Ley de Protección y Derecho al Parto y Nacimiento Humanizado? ¿Si
la Ley se aprobase, se cumpliría? ¿Qué pasa con el capítulo de la
Ley Orgánica sobre el Derecho de las Mujeres a una Vida libre de
Violencia en el que se define la violencia obstétrica? ¿Cómo
llegamos al mundo? ¿Cómo se edifica la dominación? ¿Por qué
seguimos pariendo en hospitales? ¿Por qué seguimos dejando nuestro
cuerpo a merced del patriarcado?
El ruleteo de mujer en
trabajo de parto, lo más parecido a la ruleta rusa.
Llegamos con miedo. Con
miedo nos vamos.
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