Desnuda sobre el
plástico frío mis hijas me dan vueltas, moscas sobre los restos.
Son las doce menos cuarto. De la ventana de la cocina puedo escuchar
a los vecinos vivir. A veces no me entero. Me asomo cada tanto y en
la soledad de los apartamentos el ronquido de uno me despierta una
sonrisa breve.
Sobre la mesa cuarenta
poemarios, desde la niña que firma cada memorando, hasta el de dos
mujeres y un hombre en una sola voz. Han pasado tres noches y la
máquina de coser me mira, no me acompaña.
¿Quién puede juzgar
el poema? La noche puede hacerlo. La noche es un hueco en la pared,
por el que se entra a la palabra como a la casa, o por el que se
arroja la verosimilitud y otras pendejadas.
Mis hijas y mi marido
van más bien arropados.
Una línea me lanza por
el bajante. Otra conversa con el lirio.
Hay una hoja y otra
hoja a la que me cuesta llegar. Tengo que parar, tomar agua -un vaso
de un sorbo-, volver a la guerra.
Mi barricada es una
gota oscura que camina en la noche, y se esconde al sol. Me
susurra: Nana y desaparece en los retrovisores del auto. Y
llega él a la página que es decir al día, con los hijos, se
detiene en la jardinera, se pierde en sus ojos la misma hora todas
las horas. Ella no baja. Los niños crecieron en cada piso tras las
paredes del ascensor. Se volvieron un pájaro transparente que hace
nido en el ducto de su garganta, un hueco en la pared donde nace mi
abuela muerta. El hueco me lo tragaría en silencio.