“Después de toda destrucción, el
fuego, como la masa, debe extinguirse”.
Decía Elías Canetti que las masas de acoso son una
criatura en donde todos golpean y si no pueden golpear, por los menos “quiere
ver cómo golpean los demás” (https://cursosluispatinoffyl.files.wordpress.com/2014/01/canetti-elias-masa-y-poder.pdf). Oliverio
Girondo lo explica en una metáfora. “Cuántas veces me he dicho: ¿Seré yo esa
piedra?” El poder de dar muerte está siempre latente, pero disfrazado. Nadie
quiere ser el quemado. Nadie quiere estar en su piel. Es un instinto que lo
mantiene al espectador (arte y parte del linchamiento) a salvo, en la masa,
mientras las llamas hacen “lo suyo”: a la vez castigar y purificar. La escena
se riega como polvo y convierte al lector en cómplice, porque después de todo,
los medios de comunicación no son sino la selección, la fragmentación, de las
imágenes de la guerra. Caparrós lo dice así (y yo lo fragmento a gusto) “hace 50 años los
crímenes eran tan escasos que salían en los diarios; ahora son tantos que salen
en los diarios”. Las fotografías de la guerra pueden convertir a la misma masa
que las sustenta. Susan Sontag, que analiza Tres
guineas de Virginia Woolf en su ensayo Ante
el dolor de los demás lo interpreta (http://blog.fotoespacio.cl/wp-content/uploads/2013/08/Sontag_Ante_el_dolor_de_los_demas.pdf). “Las fotografías de
las víctimas de la guerra son en sí mismas una suerte de retórica. Reiteran.
Simplifican. Agitan. Crean la ilusión de consenso. Cuando invoca esta
hipotética vivencia compartida («vemos con usted los mismos cuerpos muertos,
las mismas casas derruidas»), Woolf profesa la creencia de que la conmoción
creada por semejantes fotos no puede sino unir a la gente de buena voluntad”.
Porque la fotografía dota de realidad a los ojos de la periferia. Pero a la vez
la convierte, a la periferia, en masa. Y, qué pasa con los que no se conduelen,
con los que justifican el linchamiento. Agarrar (de garras) a un ladrón es
“librarse” de sus robos como si la propia masa no pariera a sus engendros, para
luego desgarrarlos. Y se hace masa en cuanto se parecen, incluso cuando se
diferencian, en el objetivo: la masa que acosa, que mata. Como las masas para
hacer pan, cuando se les deja actuar, levan. Y se acaban, también como el pan.
Con la misma rapidez, de piernas abiertas. Si la conmoción une a la gente de
buena voluntad, qué pasa con los que excusan la hoguera ¿los desune? Clímax y
muerte de lo que Woolf llama un monstruo moral.
“Para los militantes la identidad lo es todo. Y todas las fotografías esperan
su explicación o falsificación según el pie”, explica Sontag. Así, después de
ser muertos por la bestia, lo que más importa es por qué no son parte de la
masa y a qué identidad se adscriben. Si lo asesina la masa opositora a un
gobierno, la periferia ha de otorgarle el carnet de “oficialista”, y la
insignia le es suficiente para excusar el crimen, tanto como para victimizarse.
Cuando los medios al servicio de la masa se hacen eco de las justificaciones,
entonces se legitima la carnicería. Las excepciones, aquellas que no pueden
soportar la barbarie, entonces la niegan. “La respuesta habitual a la
corroboración fotográfica de las atrocidades cometidas por el bando propio es que
las fotos son un embuste, que semejante atrocidad no sucedió jamás (…) o que en
efecto sucedió, pero el otro bando cometió aquello contra sí mismo”. Por eso,
el violinista (intérprete de Despacito
en las inmediaciones de Miraflores) se para frente a las ballenas de la Guardia
Nacional y lo rodean fotógrafos de distintas agencias, y llora por su
instrumento destruido, llora contra la dictadura que es capaz de silenciarlo
todo. La violencia del Estado lo (re)convirtió en héroe, cuando antes el mismo
Estado lo había hecho violinista. Una misma fotografía, la del hombre quemado
en Altamira, puede producir en diferentes estamentos de la sociedad diversas
reacciones, pero el objetivo que se ejecutó durante aquel momento (cuando lo
quemaron) fue uno: acabar con el que era considerado diferente. Una podría
pensar que aquella fotografía, que el video de cuando lo incendian había de ser
suficiente para que no se repitiera jamás, pero no. Nada. La fragilidad de la
vida le es lo que el cristal a la bestia, tan fácil de tirar contra el piso. Y
una permanece ahí, mirándolos, ni mejor ni peor, siendo parte de su fin y el
nuestro, jinetes de la muerte. Sin hacer nada, o mejor dicho haciéndonos nada.
Canetti nos esperanza: “Después de toda destrucción, el fuego, como la masa,
debe extinguirse”. Que la boca de la historia nos trague y nos devuelva al
conducto donde habrán de hacernos mierda.
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