miércoles, 7 de junio de 2017

Gastronauta 121: FUEGO


Después de toda destrucción, el fuego, como la masa, debe extinguirse”.


Decía Elías Canetti que las masas de acoso son una criatura en donde todos golpean y si no pueden golpear, por los menos “quiere ver cómo golpean los demás” (https://cursosluispatinoffyl.files.wordpress.com/2014/01/canetti-elias-masa-y-poder.pdf). Oliverio Girondo lo explica en una metáfora. “Cuántas veces me he dicho: ¿Seré yo esa piedra?” El poder de dar muerte está siempre latente, pero disfrazado. Nadie quiere ser el quemado. Nadie quiere estar en su piel. Es un instinto que lo mantiene al espectador (arte y parte del linchamiento) a salvo, en la masa, mientras las llamas hacen “lo suyo”: a la vez castigar y purificar. La escena se riega como polvo y convierte al lector en cómplice, porque después de todo, los medios de comunicación no son sino la selección, la fragmentación, de las imágenes de la guerra. Caparrós lo dice así (y yo lo fragmento a gusto) “hace 50 años los crímenes eran tan escasos que salían en los diarios; ahora son tantos que salen en los diarios”. Las fotografías de la guerra pueden convertir a la misma masa que las sustenta. Susan Sontag, que analiza Tres guineas de Virginia Woolf en su ensayo Ante el dolor de los demás lo interpreta (http://blog.fotoespacio.cl/wp-content/uploads/2013/08/Sontag_Ante_el_dolor_de_los_demas.pdf). “Las fotografías de las víctimas de la guerra son en sí mismas una suerte de retórica. Reiteran. Simplifican. Agitan. Crean la ilusión de consenso. Cuando invoca esta hipotética vivencia compartida («vemos con usted los mismos cuerpos muertos, las mismas casas derruidas»), Woolf profesa la creencia de que la conmoción creada por semejantes fotos no puede sino unir a la gente de buena voluntad”. Porque la fotografía dota de realidad a los ojos de la periferia. Pero a la vez la convierte, a la periferia, en masa. Y, qué pasa con los que no se conduelen, con los que justifican el linchamiento. Agarrar (de garras) a un ladrón es “librarse” de sus robos como si la propia masa no pariera a sus engendros, para luego desgarrarlos. Y se hace masa en cuanto se parecen, incluso cuando se diferencian, en el objetivo: la masa que acosa, que mata. Como las masas para hacer pan, cuando se les deja actuar, levan. Y se acaban, también como el pan. Con la misma rapidez, de piernas abiertas. Si la conmoción une a la gente de buena voluntad, qué pasa con los que excusan la hoguera ¿los desune? Clímax y muerte de lo que Woolf llama un monstruo moral. “Para los militantes la identidad lo es todo. Y todas las fotografías esperan su explicación o falsificación según el pie”, explica Sontag. Así, después de ser muertos por la bestia, lo que más importa es por qué no son parte de la masa y a qué identidad se adscriben. Si lo asesina la masa opositora a un gobierno, la periferia ha de otorgarle el carnet de “oficialista”, y la insignia le es suficiente para excusar el crimen, tanto como para victimizarse. Cuando los medios al servicio de la masa se hacen eco de las justificaciones, entonces se legitima la carnicería. Las excepciones, aquellas que no pueden soportar la barbarie, entonces la niegan. “La respuesta habitual a la corroboración fotográfica de las atrocidades cometidas por el bando propio es que las fotos son un embuste, que semejante atrocidad no sucedió jamás (…) o que en efecto sucedió, pero el otro bando cometió aquello contra sí mismo”. Por eso, el violinista (intérprete de Despacito en las inmediaciones de Miraflores) se para frente a las ballenas de la Guardia Nacional y lo rodean fotógrafos de distintas agencias, y llora por su instrumento destruido, llora contra la dictadura que es capaz de silenciarlo todo. La violencia del Estado lo (re)convirtió en héroe, cuando antes el mismo Estado lo había hecho violinista. Una misma fotografía, la del hombre quemado en Altamira, puede producir en diferentes estamentos de la sociedad diversas reacciones, pero el objetivo que se ejecutó durante aquel momento (cuando lo quemaron) fue uno: acabar con el que era considerado diferente. Una podría pensar que aquella fotografía, que el video de cuando lo incendian había de ser suficiente para que no se repitiera jamás, pero no. Nada. La fragilidad de la vida le es lo que el cristal a la bestia, tan fácil de tirar contra el piso. Y una permanece ahí, mirándolos, ni mejor ni peor, siendo parte de su fin y el nuestro, jinetes de la muerte. Sin hacer nada, o mejor dicho haciéndonos nada. Canetti nos esperanza: “Después de toda destrucción, el fuego, como la masa, debe extinguirse”. Que la boca de la historia nos trague y nos devuelva al conducto donde habrán de hacernos mierda.

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