viernes, 27 de febrero de 2015

Gastronauta 25: Papá, mi alimento


Ocho metros, tres toneladas, tres mil dientes se abrían para masticarme en la que sería mi primera vez en el cine. Tenía siete cuando mi papá me llevó, junto a mi hermano, a ver Tiburón, en una sala chiquita, empolvada y de terciopelo rojo. El que fue el Cine de mi pueblo, El Renacimiento.
Para mi hermano, los tiburones se convirtieron en su objeto de estudio. Para mí, mi papá terminó por transfigurarse en mi salvavidas. Podía escuchar cada vez que me sentía en peligro los vientos y las cuerdas que John Williams compuso para Spielberg, y salía papá con un arpón a acabar con cualquier escualo que quisiera robarme la cadencia de mis mareas.
Recuerdo que veníamos de visitar al bioanalista. Yo estaba enferma, y papá se encargaba de la difícil tarea de las agujas. Alguna vez se desmayó mientras me cosían una herida en la mano. Me llevó cargada al dispensario viejo, y mientras me hilaban, papá descorazonaba enfrente.
Cada que salíamos del laboratorio, nos llevaba a tomarnos sí o sí un batido de tres en uno donde “Fariña”. Luego de la mancha correspondiente, caminábamos a la casa, o íbamos a la plaza, o al cine. Era una forma de aliviar a la mujer araña (así quedé bautizada entre las enfermeras de aquellos tiempos, porque rasguñaba las paredes para que no me tocaran).

Modo
Para esta potente mezcla, licua dos vasos de jugo de naranja, una remolacha en cuadritos y una zanahoria, con papelón al gusto, y listo.
Si es su gusto colarlo, puede usar el resto de las hortalizas para enriquecer la masa de sus arepas. El uso del papelón, de miel o estevia queda a su gusto, pero recuerde que la zanahoria y la remolacha son suficientemente dulces.
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Hace poco mire el trailer de la misma película, y casi pude ver los tubos que componen el tiburón mecánico que se usó para recrear aquellas escenas de terror. Ya no sentí miedo, sino que recordé la mirada de la niña que fui y me maravillé de haber resistido fotograma por fotograma.
La hemoglobina en mi cuerpo iba y venía entre zumos y fotos de la pantalla grande. No hubo mejor alimento, mejor remedio.
Mi padre fue marinero. Así que el asunto de la playa y los tiburones no se quedó en el vallecito en el que vivíamos, sino que nadó los caminos de los casi sesenta kilómetros que nos separaban de la Guaira. En la bahía, nos dejaba de nuestra cuenta, o él mismo nos arrojaba contra las olas, porque así aprenderíamos a volver de donde siempre fuimos, al agua.
De vez en cuando, se montaba su aleta imaginaria y como un buen tiburón blanco nos mordía los tobillos, y así pasábamos el día, huyendo de sus dientes, y buscándolos cuando paraba para descansar.
Tengo treinta años. Hace poco, toda la familia -crecida- visitó las olas, y volví a escuchar aquellas dos notas musicales, sinónimos del suspence. Cualquiera pensaría que estoy loca, pero en palabras de René Char, “la lucidez es la herida más cercana al sol”.
Papá agarraba del pie a sus nietos, entre gritos, risas y “déjame, abuelo”, para el ritual de iniciación en el agua salada. Luego, se hacía de las paletas para raquetear unas pelotas, después enterrábamos a uno por uno, luchamos contra el viento para barajar una partida, o acostamos unas cochinas del dominó. No paramos.
Los días de playa en familia son una película, en la que el burbujeante sol recupera cada una de sus hijas exprimidas para subir las defensas de nuestros cuerpos. Le devolvemos gota a gota. Literalmente aGOTAdor. Menos para mi papá, con él no hay tregua, es como si supiera de algo que nosotros nos perdemos.

Mirar al sol
Una práctica milenaria del yoga enseña que mirar el sol cuando nace y cuando muere, todos los día y con conciencia, puede ayudarte a vivir más con menos, y mejor. Incluso, hay quien ha pasado más de un año sin más alimento que el sol y el agua, en un intento por demostrar la divinidad del astro rey y su capacidad de nutrir nuestros cuerpos.
El contacto con la tierra, descalzos, sin ninguna mediación, sin roce con yerbas (porque absorben la energía solar), nos permite ordenar nuestro cuerpo, nuestra conciencia, nuestra alma y ascender y girar, como la tierra que somos, a su alrededor.
El mandala del girasol he perfeccionado su ingeniería para moverse según los rayos. No es raro que al nacer, debamos presentarnos cada mañana, desnudos, al padre Inti, y que el agua de la teta y los rayos solares sean suficientes para reverenciar la vida. A final de cuentas, comenzamos así una de las vueltas que componen el tronco que somos.

Papá es medio cegato. No se si porque mira al sol de frente. O es una la que se planta delante de su grandeza. Yo he adoptado saludarlo y despedirlo como ritual con mi chiquita, porque honrar la más grande estrella no debe restarnos luz.
Cuando se apaga, ofrezco los latidos de mi tiburón como tributo, aquella dos notas memorables del celuloide, para que continúe su música y siga alimentando la propia vida.



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