Por
Indira Carpio Olivo
Alimentaba
a los habitantes de la pecera, al lado del ascensor, con los restos
de su esposo muerto. Eran las cuatro de la mañana cuando, coleto en
mano, lustraba los pisos.
“Buenos
días, señora”. “Buenos días, que sucio que está todo ¿No?”,
inquiría tan bajito como si rezara el rosario.
Yo,
asomaba el ojo por el orificio de la puerta y miraba el ritual.
Después
de regar las cenizas, recurría a diez tipos de detergentes para
depurar los alrededores del largo pasillo. Una vez terminara se
instalaba al lado de las escaleras a esperar a la bedel de turno para
reclamar lo mal que hacía su trabajo. “Mira estas telarañas”,
protestaba.
Las
muchachas encargadas del aseo del edificio le tenían inquina. La
señora no subía al mismo ascensor que ellas y a menudo las
amonestaban por sus quejas.
Un día,
iba de camino al trabajo y la señora me invitó a que mirara su
orquídea. A mi me dio miedo entrar, pero temía más que se diera
cuenta de que sabía qué hacía.
Paredes,
muebles, cocina, sábanas, cortinas, flores, todo era de un blanco
perfecto. Fue entonces como pude determinar el frasco. Rojo sangre
ocupaba el centro de la mesa. Estaba abierto. A su lado reposaban un
plato, una cucharilla y un vaso con agua.
Rápidamente inspeccioné a la
señora y me detuve en las areniscas alrededor de sus labios. No pude
disimular y ella se dio cuenta de que me di cuenta.
Me dijo
“si, es verdad”.
Yo, tragué saliva y me despedí.
Cerró la
puerta y me miró por el ojo mágico.
La
verdad. Como los peces, ella cebaba todas las mañanas los despojos
de su marido muerto hace un par de años por una septicemia.
Donde hubo fuego... Ánfora.
que bonito cuento, excelente la narracion y las palabras las justas. Ademas me gusto la imagen inicial, de la pelicula Los Pajaros de Alfred hitchcock. Te felicito
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