viernes, 19 de septiembre de 2014

Gastronauta 8: Hansel y Gretel


¿Envenenaría usted su propia semilla?

Papá y mamá no pueden custodiarlos. Los guardan en un rectángulo de ladrillos, amarrados -de una cadena- al cuello de una extraña. Ambos trabajan para pagar las deudas y comprar veneno.

Los niños han marcado la senda que les devuelve a casa. Pero es domingo y papá y mamá están cansados de la jornada diaria. Los dejan en el corazón mismo del bosque de cemento: Una Eme crecida como rascacielos. (Nota de los procreadores: Si usted voltea una eme, podrá amamantar a su cría).
Tras comerse los restos de los padres en el camino, un pájaro blanco los lleva a la casa de los anuncios de neón y muñequitos de sonrisa obligada.
Grandes tubos rojiamarillos, una piscina de pelotas bailan en el cuerpo de los hijos. Allí: panes, helados en polvo, bebidas burbujeantes de colores fluorescentes, azúcar, mucha sal, poca agua.
Nuestro Hansel y nuestra Gretel abandonados en el hambre de la piel, engullen los manjares del plástico. Pronto su cuerpo crecerá, tanto como el número de Emes amarillas en el mundo.

Los hijos no han podido tirar a la vieja Eme al horno, porque “los niños buenos no hacen eso”. La tarea de engordarlos para su muerte ya no corre por cuenta de brujas ajenas. Las propias pagan por su educación, alimentación, los llevan con los doctores, y “si se portan bien, entonces los llevan a la Eme”.

Por la boca vive el pez, y también se le doma. O como dijera el poeta de esos locos bajitos “a los que, por su bien, hay que domesticar”.

No murieron por canibalismo, alguna de las enfermedades producto del exceso de plástico promete llevárselos sin tanto color, ni caramelo.



martes, 9 de septiembre de 2014

LA CASA, Por Gino González

Hace un par de días un amigo me envío, con especial dedicatoria este escrito de Gino.
Esta mañana lo leí. Me sonrió y yo le devolví el gesto de inmediato.
Me cuenta Gino, como el sabe hacerlo, cómo es mi casa materna y la de tantos.
El hogar puede ser incluso esa sonrisa, un suspiro, también el ingenio puede serlo.

Abajo el arriba:

De paredes rayadas con garabatos infantiles y objetos susceptibles a ser rotos por esa curiosidad.

Con una tinaja repleta de brisa para el sediento. Donde se prefiera los utensilios de arcilla, de madera o de tapara y un mueble, además de la establecida, cumpla la función que tú le des. Una sala o un corredor de helechos colgantes junto a un chinchorro amistoso. De árboles colectivos para el sancocho, la partida de truco o dominó y con los brazos abiertos al caminante. De ser posible un roble, un guayacán o un cotoperí o cualquiera junto al conejo y el cachicamo porque para construir esa casa no hizo falta agredir indiscriminadamente al monte.

Bendita por el frijol, la auyama y la ensalada. Sin jaulas ni peceras, pero con gallinas y sartenes dispuestos. Con mariposas y tucusitos en las flores y pájaros entrando y saliendo de ella con naturalidad y que pasen también las hojas secas riendo con el viento desde el patio hasta el horizonte. Con madrugadas de gallos, de sapos y de grillos y desvelos sin tormentos. Con matas de sábila, ajises, culantro y albajaca. Donde en el día las ventanas retraten al cielo azul con su sombrero de nubes y al sol de los limones, y en la noche, se apaguen las lámparas para recibir las tinieblas, los luceros o la luna. Tibia en el invierno y fresca en el verano. Calle de muchachada bañándose bajo la lluvia y jugando metras o saltando la cuerda en el solazo.

Optimista en la partida y estimulante en el regreso para partir de nuevo. Liviana, que no encorve, no arrodille ni pese en el camino. Destruible cuando sea insoportable. Ligera, para que en la ausencia definitiva o en el asalto final, otros puedan habitarla, derribarla o reconstruirla a su antojo hasta sin tomar en cuenta sus bases. Simple como el rocío y la alpargata, la cueva de las hormigas o el nido del alcaraván. Con una cesta de frutas tomadas del solar.

Con fantasmas ingenuos y duendes de alegría. Con un espacio para la conversa, el canto, el palpitar de la guitarra y el silencio oportuno. Elemental, sin el confort esclavizante. Libre de ídolos eléctricos y altares de acero. Que viva en mí y viva en ella y no me desviva. Sin barricadas ni trincheras ni muros arrogantes. Sin puentes levadizos ni columnas de hierro. Donde el barro y el cemento no sean enemigos. Capaz de marcharse con el ventarrón un día.

Es tan fácil como sembrar una semilla y tan maravilloso como el nacimiento de una mata.

Casa de mi amigo José Roberto, un sueño compartido

viernes, 5 de septiembre de 2014

Gastronauta 7: El muchacho de los mandados

Era sábado. Como de costumbre yo limpiaba. En ese momento trapeaba el piso. Julio pasó. Como de costumbre. Y yo, como de costumbre lo peleé. Lo corrí de casa y él partió molesto.
Algunas nubes se movieron.
Eran las cuatro de la tarde y una negra se asomaba en el patio. Vacié el tobo en el desagüe de atrás. Miré a la casa de la abuela y vi correr a Erminia por las escaleras.
“Lo mataron, lo mataron”, tembló.
Mi hermano mayor, que por esos tiempos llegaba de Valencia, de inmediato constató el crimen. Lloraba y apretaba la distintiva chemise amarilla de Julio.


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Lo llamaron como al emperador romano, pero carecía de laureles. Su madre lo abandonó en los brazos de un padre, que tampoco lo quería. Sólo la abuela, cansada de la muerte, lo acogió y lo crió como pudo. Aprendió a hablar a los seis años. Del timbo al tambo, abandonó la escuela por el trabajo. Se convirtió en el muchacho de los mandados.
A la casa traía guayabas y cambures muy maduros, porque embolsaba en la frutería de Tinito, y le daban las sobras.
Mamá lo alimentaba cuando ambos así convenían; y tenía abrigo en casa de tío Dante y en la nuestra. Vecinos del barrio lo estimaban porque no sabía decir que no a ninguna petición. Era la forma de sentirse querido y de que lo quisieran.


Antes de que los frutos se pudrieran, con Julio salíamos a vender suspiros, tortas y empanadas los fines de semana, una de las formas en las que mamá hacía dinero para la comida. Nunca le dio vergüenza ofrecer los manjares. También hacíamos sanes de ropa y electrodomésticos para poder vestirnos y aspirar a componer el rancho.
Henrito compartía con él la ropa y los juguetes, y lo defendía cuando rara vez peleaba con alguien. Era enamorado y dadivoso, como todo aquel que nada tiene.

Creció y con él la violencia de ser tan pobre. A su lado se alzaron dos ramas torcidas que pronto lo podrirían. Seguía siendo el de los mandados, pero ahora los recados amenazaron su existencia: Alguna vez lo confundieron con la maldad y en su defensa ensangrentó sus manos. Rápido se lo cobraron.

Julio nunca tuvo una cama para él, hasta el día en que un tiro le cerró los ojos.

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Siempre me sentí culpable de su muerte. Y sé que no tuve que ver, que así no hubiésemos peleado, él visitaría el hogar de su bala.
En verdad, siempre me sentí culpable de que no supiéramos quererlo, de que fuese un niño trabajador, huérfano y de no poder haber contribuido a cambiar su destino.
Cada vez que contemplo una fruta madurarse muy rápido, lo recuerdo. Sé que volverá a ser provechoso, para la tierra, como era su costumbre. Así la vida me lo devuelve a cada rato.

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Carrizal, 2 de septiembre de 2014, a los treinta y cinco años del nacimiento de mi primo hermano Julio César.

martes, 2 de septiembre de 2014

Ser madre, una coartada

Ayer noche, nos disponíamos a cenar. Ernesto nos hizo una arepita (más bien arepota) con huevo revuelto, queso y jugo de guayaba. Además, siempre tengo un postrecito guardado, para la ocasión manjar de limón.

Veo la mesa y me digo que es mucho. Pero inmediatamente una vocecita repica: De mi plato comemos Pola, bebé y yo, es decir tres personas. Soy una madre en la que crece otro ser humano y de la que se alimenta -a través de la tetica- una niña en franco crecimiento.

Merecemos los mejores manjares.
Las madres somos como un árbol ancestral, capaces de vivir tantas vidas como anillos componen nuestro tronco.

Ser madre, una coartada ¡Buen apetito!


Chávez, estampida

Si, no estoy de acuerdo en montar en un altar a Chávez, yo con Alí recuerdo al Bolívar bolivariano al que no hay que prenderle una vela, habría que empuñarlo. Si, pero cada quien su santo. No me venga un creyente de cualquier religión a decirme que esto o aquello está mal, porque muchos le rezan a una entelequia.

Chávez comprobadamente existió y cambió la vida aquí y allá.

Yo, después de bañar a Pola, la embadurno con aceites y cremas y la encomiendo al amor, a la naturaleza y a sus ancestros ¿Quién me dice que mi fe invalida mi militancia materna? ¡Nadie!

Sin embargo hay que cuidarse de convertir el ejemplo en una estampita. Mejor sería transformarlo en estampida. Lo mejor en una oración es la acción.

Foto del rancho de Gustavo Borges, por él.


A propósito de esto: Lanzan en Venezuela la oración 'Chávez nuestro', versión del padre nuestro católico.