¿Envenenaría usted su
propia semilla?
Papá y mamá no pueden custodiarlos.
Los guardan en un rectángulo de ladrillos, amarrados -de una cadena-
al cuello de una extraña. Ambos trabajan para pagar las deudas y
comprar veneno.
Los niños han marcado la senda que les
devuelve a casa. Pero es domingo y papá y mamá están cansados de
la jornada diaria. Los dejan en el corazón mismo del bosque de
cemento: Una Eme crecida como rascacielos. (Nota de los procreadores:
Si usted voltea una eme, podrá amamantar a su cría).
Tras comerse los restos de los padres
en el camino, un pájaro blanco los lleva a la casa de los anuncios
de neón y muñequitos de sonrisa obligada.
Grandes tubos rojiamarillos, una
piscina de pelotas bailan en el cuerpo de los hijos. Allí: panes,
helados en polvo, bebidas burbujeantes de colores fluorescentes,
azúcar, mucha sal, poca agua.
Nuestro Hansel y nuestra Gretel
abandonados en el hambre de la piel, engullen los manjares del
plástico. Pronto su cuerpo crecerá, tanto como el número de Emes
amarillas en el mundo.
Los hijos no han podido tirar a la
vieja Eme al horno, porque “los niños buenos no hacen eso”. La
tarea de engordarlos para su muerte ya no corre por cuenta de brujas
ajenas. Las propias pagan por su educación, alimentación, los
llevan con los doctores, y “si se portan bien, entonces los llevan
a la Eme”.
Por
la boca vive el pez, y también se le doma. O como dijera el poeta de
esos locos bajitos “a los que, por su bien, hay que domesticar”.
No murieron por canibalismo, alguna de
las enfermedades producto del exceso de plástico promete llevárselos
sin tanto color, ni caramelo.