Era
sábado. Como de costumbre yo limpiaba. En ese momento trapeaba el piso.
Julio pasó. Como de costumbre. Y yo, como de costumbre lo peleé. Lo
corrí de casa y él partió molesto.
Algunas nubes se movieron.
Eran las cuatro de la tarde y una negra se asomaba en el patio. Vacié el tobo en el desagüe de atrás. Miré a la casa de la abuela y vi correr a Erminia por las escaleras.
“Lo mataron, lo mataron”, tembló.
Mi hermano mayor, que por esos tiempos llegaba de Valencia, de inmediato constató el crimen. Lloraba y apretaba la distintiva chemise amarilla de Julio.
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Lo llamaron como al emperador romano, pero carecía de laureles. Su madre lo abandonó en los brazos de un padre, que tampoco lo quería. Sólo la abuela, cansada de la muerte, lo acogió y lo crió como pudo. Aprendió a hablar a los seis años. Del timbo al tambo, abandonó la escuela por el trabajo. Se convirtió en el muchacho de los mandados.
A la casa traía guayabas y cambures muy maduros, porque embolsaba en la frutería de Tinito, y le daban las sobras.
Mamá lo alimentaba cuando ambos así convenían; y tenía abrigo en casa de tío Dante y en la nuestra. Vecinos del barrio lo estimaban porque no sabía decir que no a ninguna petición. Era la forma de sentirse querido y de que lo quisieran.
Algunas nubes se movieron.
Eran las cuatro de la tarde y una negra se asomaba en el patio. Vacié el tobo en el desagüe de atrás. Miré a la casa de la abuela y vi correr a Erminia por las escaleras.
“Lo mataron, lo mataron”, tembló.
Mi hermano mayor, que por esos tiempos llegaba de Valencia, de inmediato constató el crimen. Lloraba y apretaba la distintiva chemise amarilla de Julio.
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Lo llamaron como al emperador romano, pero carecía de laureles. Su madre lo abandonó en los brazos de un padre, que tampoco lo quería. Sólo la abuela, cansada de la muerte, lo acogió y lo crió como pudo. Aprendió a hablar a los seis años. Del timbo al tambo, abandonó la escuela por el trabajo. Se convirtió en el muchacho de los mandados.
A la casa traía guayabas y cambures muy maduros, porque embolsaba en la frutería de Tinito, y le daban las sobras.
Mamá lo alimentaba cuando ambos así convenían; y tenía abrigo en casa de tío Dante y en la nuestra. Vecinos del barrio lo estimaban porque no sabía decir que no a ninguna petición. Era la forma de sentirse querido y de que lo quisieran.
Antes de que los frutos se pudrieran, con Julio salíamos a vender suspiros, tortas y empanadas los fines de semana, una de las formas en las que mamá hacía dinero para la comida. Nunca le dio vergüenza ofrecer los manjares. También hacíamos sanes de ropa y electrodomésticos para poder vestirnos y aspirar a componer el rancho.
Henrito compartía con él la ropa y los juguetes, y lo defendía cuando rara vez peleaba con alguien. Era enamorado y dadivoso, como todo aquel que nada tiene.
Creció y con él la violencia de ser tan pobre. A su lado se alzaron dos ramas torcidas que pronto lo podrirían. Seguía siendo el de los mandados, pero ahora los recados amenazaron su existencia: Alguna vez lo confundieron con la maldad y en su defensa ensangrentó sus manos. Rápido se lo cobraron.
Julio nunca tuvo una cama para él, hasta el día en que un tiro le cerró los ojos.
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Siempre me sentí culpable de su muerte. Y sé que no tuve que ver, que así no hubiésemos peleado, él visitaría el hogar de su bala.
En verdad, siempre me sentí culpable de que no supiéramos quererlo, de que fuese un niño trabajador, huérfano y de no poder haber contribuido a cambiar su destino.
Cada vez que contemplo una fruta madurarse muy rápido, lo recuerdo. Sé que volverá a ser provechoso, para la tierra, como era su costumbre. Así la vida me lo devuelve a cada rato.
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Carrizal, 2 de septiembre de 2014, a los treinta y cinco años del nacimiento de mi primo hermano Julio César.
Sabes llegar al corazón con tus escritos. Agradezco tu escritura honesta y me siento afortunado de leerte siempre.
ResponderEliminarGracias por escribir Indira!
Honor que me haces... Lo mismo puedo decir de vusted, compa.
EliminarAbrazote.