Para mi mamá...
Amalia llegó de Aguas Frías a
Charallave en 1945. En aquel pueblo la casaban con su primo.
Su delgada figura destacó siempre por
su larga y encrinejada cabellera. Masticaba sus dientes y fumaba
desde los trece años. Ella nació con un nombre que no le gustaba, y
como quien se cambia de pantaletas se hizo llamar Amalia.
No lloró antes, ni durante el
matrimonio. Resentía, pero iba a dar toda su rabia a la cocina. La
brasa ardía, y el calor no permitía estar en aquella casa.
Su marido poco estaba. Aún así, tres
fueron los hijos que nacieron entre los fogones.
Cacheteaba los años, como quien pasa
la página, hasta que el marido murió envenenado. Nadie averiguó,
porque Arcadio no era gracioso para alguno, tampoco para la justicia.
El año antes de su asesinato, el
hombre había negociado por unas cuantas monedas la libertad del
camionero, que había matado accidentalmente a la primera de las
hijas de su matrimonio con la prima.
Ninguno de los niños entristeció por
la muerte del padre. Amalia enlutó, hizo café, el mejor que había
colado, para los comensales en el velorio. En la urna lo miraron muy
poco, estaba en la salita de aquella casa y todos afuera. No
soportaba el vapor. La leña ardía. La mujer cocía agua todo día,
todoeldía. Tenía dos meses de embarazo.
La mañana siguiente
de haber enterrado al finado, Amalia fue a ofrecer sus guisos al
Restaurante del italiano, recién llegado de la destruida Europa.
Arcadio no aportaba mucho a la mesa, pero era el único con trabajo
fuera de casa. Al morir el marido, la cocinera destapó las ollas de
aquel pequeño pueblo.
Antonio, el calabrés, la empleó
inmediato. Desde que la vio venir, sus ojos pendularon con sus
caderas. El tizón de Amalia no fue problema. Él provenía del sur,
de la costa, aunque su blancura y el azul de sus ojos lo hicieran
poner en duda.
El soldado cocinó bajo fuego cruzado. Enrolado por
obligación, bajo el ejército azzurro aprendió diferentes idiomas,
según contaba. En sus marmitas, el mundo. En las de Amalia, el
sol.
Cuando la probó, no la soltó. Tanto, que asumió el
embarazo de la mujer de las trenzas, que traía bajo su regazo un par
de niños más, y volvió a tapar las ollas de aquel pequeño pueblo.
A los dos años, después de haber
parido a Chicho, pendía de sus tetas, Flora, la primera de los ocho
hijos que Antonio y Amalia tuvieron en adelante: Franco, Maritza,
Silvana, Elsa, Dante, Graciela y Martha. Todos heredaron los
calderos.
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Es época de mangos. Si te descuidas,
en el patio de la casa de mi madre, te pueden decapitar. Nadie hace
el dulce de mango como la abuela. Pero el de tío Dante se le parece.
La sazón del abuelo murió con tío Franco. Pero, la revivió la tía
Chela. Flora cuece casi cualquier cosa en tiempo récord, porque
todavía -más de cincuenta años después- sigue pegada de la teta
de Amalia. Silvana y Elsa, la parchita y la cerecita de monte, agria
y dulce sus paletas. Tía Martha puede hacer casi cualquier receta a
la perfección, y todos alguna vez recibimos los platos de comida en
la cabeza, tras una rabieta de Maritza.
La mesa nos reune cada tanto. Cada cual
tiene una versión de la passata del abuelo. La mía tiene pedacitos
de plátano. La he hecho caribe.
La copia en la cocina es doble
felicidad, porque un gusto dos veces: regusto.
De todas maneras rosas ¿Qué, o quién
es realmente original?
“Todo hombre interpreta lo que
observa, pero los términos de dicha interpretación no son los
suyos; no los ha formulado personalmente, ni siquiera los ha puesto a
prueba; cada hombre habla con otros acerca de interpretaciones y
observaciones, pero los términos en que se expresa proceden
con toda probabilidad de pensamientos e imágenes que ha tomado de
otra persona”.
Dice Edward Said que una se construye
con lo que otros han dicho sobre lo que otros dijeron.
Mi abuelo es lo que me cuentan y cómo
yo lo recuento. Estoy segura que “el punto” en mis cocciones se
lo debo a él: una mezcla de mar mediterráneo y caribe, con una
toque de picardía y abundante amor ciego.
Después de los fogones, él se dedicó
a construir, y no hay nada que nos apasione más a ambos que hacer
brotar de nuestras manos lo que el corazón nos sueña. Si yo hubiese
conocido al abuelo, estoy segura de que le diría: “Antonio, el
gusto es mío”.