miércoles, 9 de abril de 2014

Gastronauta 5: ¡El gusto es mío!

 Para mi mamá...

Amalia llegó de Aguas Frías a Charallave en 1945. En aquel pueblo la casaban con su primo.
Su delgada figura destacó siempre por su larga y encrinejada cabellera. Masticaba sus dientes y fumaba desde los trece años. Ella nació con un nombre que no le gustaba, y como quien se cambia de pantaletas se hizo llamar Amalia.
No lloró antes, ni durante el matrimonio. Resentía, pero iba a dar toda su rabia a la cocina. La brasa ardía, y el calor no permitía estar en aquella casa.
Su marido poco estaba. Aún así, tres fueron los hijos que nacieron entre los fogones.
Cacheteaba los años, como quien pasa la página, hasta que el marido murió envenenado. Nadie averiguó, porque Arcadio no era gracioso para alguno, tampoco para la justicia.
El año antes de su asesinato, el hombre había negociado por unas cuantas monedas la libertad del camionero, que había matado accidentalmente a la primera de las hijas de su matrimonio con la prima.
Ninguno de los niños entristeció por la muerte del padre. Amalia enlutó, hizo café, el mejor que había colado, para los comensales en el velorio. En la urna lo miraron muy poco, estaba en la salita de aquella casa y todos afuera. No soportaba el vapor. La leña ardía. La mujer cocía agua todo día, todoeldía. Tenía dos meses de embarazo.

La mañana siguiente de haber enterrado al finado, Amalia fue a ofrecer sus guisos al Restaurante del italiano, recién llegado de la destruida Europa. Arcadio no aportaba mucho a la mesa, pero era el único con trabajo fuera de casa. Al morir el marido, la cocinera destapó las ollas de aquel pequeño pueblo.

Antonio, el calabrés, la empleó inmediato. Desde que la vio venir, sus ojos pendularon con sus caderas. El tizón de Amalia no fue problema. Él provenía del sur, de la costa, aunque su blancura y el azul de sus ojos lo hicieran poner en duda.
El soldado cocinó bajo fuego cruzado. Enrolado por obligación, bajo el ejército azzurro aprendió diferentes idiomas, según contaba. En sus marmitas, el mundo. En las de Amalia, el sol.
Cuando la probó, no la soltó. Tanto, que asumió el embarazo de la mujer de las trenzas, que traía bajo su regazo un par de niños más, y volvió a tapar las ollas de aquel pequeño pueblo.

A los dos años, después de haber parido a Chicho, pendía de sus tetas, Flora, la primera de los ocho hijos que Antonio y Amalia tuvieron en adelante: Franco, Maritza, Silvana, Elsa, Dante, Graciela y Martha. Todos heredaron los calderos.
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Es época de mangos. Si te descuidas, en el patio de la casa de mi madre, te pueden decapitar. Nadie hace el dulce de mango como la abuela. Pero el de tío Dante se le parece. La sazón del abuelo murió con tío Franco. Pero, la revivió la tía Chela. Flora cuece casi cualquier cosa en tiempo récord, porque todavía -más de cincuenta años después- sigue pegada de la teta de Amalia. Silvana y Elsa, la parchita y la cerecita de monte, agria y dulce sus paletas. Tía Martha puede hacer casi cualquier receta a la perfección, y todos alguna vez recibimos los platos de comida en la cabeza, tras una rabieta de Maritza.

La mesa nos reune cada tanto. Cada cual tiene una versión de la passata del abuelo. La mía tiene pedacitos de plátano. La he hecho caribe.
La copia en la cocina es doble felicidad, porque un gusto dos veces: regusto.
De todas maneras rosas ¿Qué, o quién es realmente original?

“Todo hombre interpreta lo que observa, pero los términos de dicha interpretación no son los suyos; no los ha formulado personalmente, ni siquiera los ha puesto a prueba; cada hombre habla con otros acerca de interpretaciones y observaciones, pero los términos en que se expresa proceden con toda probabilidad de pensamientos e imágenes que ha tomado de otra persona”.
Dice Edward Said que una se construye con lo que otros han dicho sobre lo que otros dijeron.
Mi abuelo es lo que me cuentan y cómo yo lo recuento. Estoy segura que “el punto” en mis cocciones se lo debo a él: una mezcla de mar mediterráneo y caribe, con una toque de picardía y abundante amor ciego.

Después de los fogones, él se dedicó a construir, y no hay nada que nos apasione más a ambos que hacer brotar de nuestras manos lo que el corazón nos sueña. Si yo hubiese conocido al abuelo, estoy segura de que le diría: “Antonio, el gusto es mío”.


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