Por Indira Carpio
Olivo
Tengo 5 meses de
embarazo. Vivo en Sabana Grande. El coctel de hormonas que me
acompañan se despiertan, viven, respiran, caminan y se acuestan
conmigo. Me ayudan. A veces me hunden.
En la Caracas de
hoy, la violencia con la que nos movemos determina la supervivencia.
Ese zigzagueo darwiniano me golpeó esta tarde.
Bajé al bulevar del
consumo para tomar el metro y dirigirme a otro punto de la ciudad.
No había recorrido
una cuadra desde el edificio en que habito, cuando un hombre que
venía caminando de espaldas me tropezó.
Yo protejo la
barriga y al bebé con mis brazos. Al pasarlo en la caminata me
grita: “No ves por dónde caminas, maldita animal”.
Me volteo. Le
contesto. Sobre todo no lo insulto, reclamo respeto.
El macho en cuestión
se me encima para recordarme que es más fuerte que yo.
La molotov
hormonal impulsó la bota de mi pie izquierdo a su entrepiernas.
Pero no soy zurda y
me faltó más velocidad.
El falo con patas
me tomó el pie y lo haló hacia su cuerpo para tumbarme.
Mi hermana, que
estaba detrás de mi, alivió la caida.
Rápidamente, detuve
el “cascazo” que se me venía encima. Mientras llovían sobre mí
los insultos.
Traté de
estortillarle mi puño derecho en el rostro, pero me detuvo el
plástico que le cubría la cabeza.
En eso apareció una
chica que acompañaba al caballero motorizado, para separarlo
de mí.
El vernáculo se
alejó, no sin antes gritarme: “¡Marimacho!”.
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Nadie hizo nada para
quitar a aquel hombre de encima de una mujer embarazada, en pleno día
de consumo navideño, en uno de los puntos neurálgicos del comercio
capitalino.
Ninguno de los
hombres que nos rodeaban dijo algo.
Las mujeres se
tapaban la boca. El silencio era avergonzante.
Mi hermana me
reclamó cautela y precaución con el embarazo. Nos miraban.
Para todas, para
todos, la culpable fui yo.
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A estas horas, escribo en primera persona sobre la ferocidad de un sistema que se hace el ciego ante los embates de los machos contra las mujeres.
"Si te hubiese acompañado un hombre, eso no te sucede", me consuelan.