#GustavKlimt alguna vez confesó que hasta cuando se veía “obligado a escribir una simple carta” experimentaba “angustia y sensación de mareo”. Lo mismo (salvando las distancias) que nosotros cuando pintamos (aunque me embelesa el color).
Cuando el austriaco pintó El beso, se sentía en un agujero negro. Escribiría en una carta: "O soy demasiado viejo, o demasiado nervioso o demasiado estúpido, algo debe estar mal".
Se dice que para pintar El beso dejó crecer las ramitas en su taller, para observarlas en su estado más natural. Y, entonces pudo hacer nacer las del risco, el faralao de flores que tanto molestaba a los detractores de su arte.
Aunque pareciera que la besada está en posición de sumisión, el hecho de que esté visiblemente arrodillada le confiere mayor tamaño que el del hombre, al que no se le ve la cara, una constante en las obras del vienés, dedicadas principalmente a la figura femenina.
El beso responde a la obsesión de Klimt por plasmar el abrazo humano. Y se inscribe en su etapa dorada. El pintor fue hijo de un orfebre y grabador en oro, circunstancia que lo introduce en la delicadeza y la luz. De hecho, usó estaño y oro para la confección de su obra más popular, de incalculable valor.
Al amarillo también debería llamársele Klimt.
Este hombre se permitió diseñar, coser, delinear la naturaleza femenina sin censura y con una sensualidad que para entonces fue considerada pornográfica, y que para el arte ha sido mina.
Klimt sentía placer cuando hacía consciencia de que estaba creando el oro.
Vaya nuestro pequeño homenaje, a un siglo de su adiós, y a los 110 años de la creación del "Der Kuss".
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En la foto, Ernesto y yo encortinados, porque después de mediodía en casa la montaña se empina el sol y hay pequeños rincones entre nosotros por donde Klimt vuelve y nos hinca el pincel como cincel en un cueva.
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