martes, 6 de diciembre de 2016

Gastronauta 101: Guayabo


Ya no puedo mirar con los mismos ojos las ramas de la guayaba. Esta mañana, alcé al cielo y descubrí que su color, el color de sus hojas era lo que de ella me imantaba, un verde sin brillo de cuyas venas se alimenta el también opaco rosa que engrosa la pulpa de la fruta. Cuando cae la guayaba, antes de que la gravedad la estalle contra la tierra, los pájaros la habrán picado, los gusanos atravesado y su caída ya no comporta desgracia. Cuando era pequeña, no dejábamos al destino su carne. Ahora, a mis sobrinos no les importa que delante de su puerta una pequeña mata se levanta y es madre para la boca de las aves. La rama de la guayaba es dura y flexible. Con ella mi abuela repicaba en el piso cuando el bojote de nieto no le hacíamos caso. Una vez me atinó una nalga y me picó hasta el día de hoy. Tenía yo menos de diez años y me daba a la tarea de escupir el sol.

De todas las torturas que once integrantes del Batallón Caribe de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana supieron aplicar a doce hombres que hicieron presos y asesinaron después de una pesquisa de la Operación de Liberación del Pueblo (OLP) en el Municipio Acevedo del Estado Miranda a mediados de octubre, juntarlos y pegarles con las ramas de guayaba fue, cuando menos, la más romántica.
“Rojas no supo hacer el trabajo; no los supo matar”, diría uno de los guardias hoy juzgado según el Ministerio Público, de nombre Luis Eduardo Romero.
No los supo matar”. Esa frase se cayó de madura, ningún gusano la quiso probar, los pájaros se negaron. La fruta podrida:

Los desnudaron, los apilaban en una habitación a la que llamaban El Tigrito, una celda en la que cabían de pie cinco personas, luego los desmayaban con bombas lacrimógenas. En otra habitación, también desnudos, los amarraban de pie y manos, media en la boca, tirraje en los ojos, agua en el cuerpo y le aplicaban electricidad, una “actividad” que podría oscilar entre dos horas, con intervalos de tiempo, según reseñó la Fiscalía General de la República. Uno de los ocho sobrevivientes contó cómo saltaron sobre su cabeza, lo mutilaron, lo drogaron, como al resto. Algunos cadáveres estaban picados con armas blancas, y fueron enterrados en dos fosas comunes, una en el propio comando y otra en una montaña del vecino Municipio Brión.
¿No los supo matar? ¿De qué trabajo habla el monstruo? A lo que se refiere es a que no supieron guardar las formas. Y obvia un elemento fundamental: la comunidad se organizó y luchó a sus muertos.
El defensor del pueblo ha declarado que ninguno de los ajusticiados presentó entrada policial, que no se conocían entre sí, ni estaban emparentados. Se trataba sí de campesinos y familias humildes de Barlovento. Ser pobre es el prontuario.
Una se pregunta por qué, como si saber por qué lo hicieron devolviera a la vida a las víctimas. Pero saber la razón nos permite, por lo menos, clasificar el duelo, hacerle un registro y distinguir a los monstruos de los corruptos, “virtud” esta última que describiría (por la medida chiquita) a los militares asesinos en la reciente Masacre de Cariaco (*).

El área de tortura del Batallón Caribe 323 del Ejército, en el comando de El Café, tenía un matorral de guayaba próximo. Los dientes de algún torturador se comieron los frutos de un pequeño árbol testigo del despellejamiento. Si alguien dibuja el final de los tiempos, un guayabo debe hacerle sombra.
¡Qué guayabo tan arrecho!

---
(*) El once de noviembre en Cariaco al Oriente de Venezuela, nueve hombres caerían de un tiro en la cabeza, y tres resultarían gravemente heridos, en manos de (hasta ahora) cinco funcionarios del Comando Nacional Antiextorsión y Secuestro de la Guardia Nacional Bolivariana. Según informaciones extraoficiales, los uniformados actuarían a sueldo para una Cantera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario