Ya
no puedo mirar con los mismos ojos las ramas de la guayaba. Esta
mañana, alcé al cielo y descubrí que su color, el color de sus
hojas era lo que de ella me imantaba, un verde sin brillo de cuyas
venas se alimenta el también opaco rosa que engrosa la pulpa de la
fruta. Cuando cae la guayaba, antes de que la gravedad la estalle
contra la tierra, los pájaros la habrán picado, los gusanos
atravesado y su caída ya no comporta desgracia. Cuando era pequeña,
no dejábamos al destino su carne. Ahora, a mis sobrinos no les
importa que delante de su puerta una pequeña mata se levanta y es
madre para la boca de las aves. La rama de la guayaba es dura y
flexible. Con ella mi abuela repicaba en el piso cuando el bojote de
nieto no le hacíamos caso. Una vez me atinó una nalga y me picó
hasta el día de hoy. Tenía yo menos de diez años y me daba a la
tarea de escupir el sol.
De
todas las torturas que once integrantes del Batallón Caribe de la
Fuerza Armada Nacional Bolivariana supieron aplicar a doce hombres
que hicieron presos y asesinaron después de una pesquisa de la
Operación de Liberación del Pueblo (OLP) en el Municipio Acevedo
del Estado Miranda a mediados de octubre, juntarlos y pegarles con
las ramas de guayaba fue, cuando menos, la más romántica.
“Rojas
no supo hacer el trabajo; no los supo matar”, diría uno de los
guardias hoy juzgado según el Ministerio Público, de nombre Luis
Eduardo Romero.
“No
los supo matar”. Esa frase se cayó de madura, ningún gusano la
quiso probar, los pájaros se negaron. La fruta podrida:
Los
desnudaron, los apilaban en una habitación a la que llamaban El
Tigrito, una celda en la que cabían de pie cinco personas, luego los
desmayaban con bombas lacrimógenas. En otra habitación, también
desnudos, los amarraban de pie y manos, media en la boca, tirraje en
los ojos, agua en el cuerpo y le aplicaban electricidad, una
“actividad” que podría oscilar entre dos horas, con intervalos
de tiempo, según reseñó la Fiscalía General de la República. Uno
de los ocho sobrevivientes contó cómo saltaron sobre su cabeza, lo
mutilaron, lo drogaron, como al resto. Algunos cadáveres estaban
picados con armas blancas, y fueron enterrados en dos fosas comunes,
una en el propio comando y otra en una montaña del vecino Municipio
Brión.
¿No
los supo matar? ¿De qué trabajo habla el monstruo? A lo que se
refiere es a que no supieron guardar las formas. Y obvia un elemento
fundamental: la comunidad se organizó y luchó a sus muertos.
El
defensor del pueblo ha declarado que ninguno de los ajusticiados
presentó entrada policial, que no se conocían entre sí, ni estaban
emparentados. Se trataba sí de campesinos y familias humildes de
Barlovento. Ser pobre es el prontuario.
Una
se pregunta por qué, como si saber por qué lo hicieron devolviera a
la vida a las víctimas. Pero saber la razón nos permite, por lo
menos, clasificar el duelo, hacerle un registro y distinguir a los
monstruos de los corruptos, “virtud” esta última que describiría
(por la medida chiquita) a los militares asesinos en la reciente
Masacre de Cariaco (*).
El
área de tortura del Batallón Caribe 323 del Ejército, en el
comando de El Café, tenía un matorral de guayaba próximo. Los
dientes de algún torturador se comieron los frutos de un pequeño
árbol testigo del despellejamiento. Si alguien dibuja el final de
los tiempos, un guayabo debe hacerle sombra.
¡Qué
guayabo tan arrecho!
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(*)
El once de noviembre en Cariaco al Oriente de Venezuela, nueve
hombres caerían de un tiro en la cabeza, y tres resultarían
gravemente heridos, en manos de (hasta ahora) cinco funcionarios del
Comando Nacional Antiextorsión y Secuestro de la Guardia Nacional
Bolivariana. Según informaciones extraoficiales, los uniformados
actuarían a sueldo para una Cantera.
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