Navidad es emblema del consumismo,
estandarte del capitalismo. La hemos convertido de una celebración
pagana que adoraba al SUN (sol), a una que celebra al SON (hijo). Ha
de ser la fecha en la que más desperdiciamos energía, dinero,
comida.
Según la FAO (el Organismo que se
encarga de la Alimentación y la Agricultura en Naciones Unidas) el
mundo desperdicia al año más de un
tercio de la producción agrícola, que se tira a la basura sin
llegar a consumirse (léase bien, hablamos sólo de los alimentos que
no llegan a cocinarse). Sólo en Estados Unidos casi el cincuenta por
ciento de los alimentos van a parar a los botaderos. Mientras, el
hambre constituye el mayor riesgo de salud en el mundo y por su causa
cada 15 segundos muere un niño.
Podemos
aprovechar los alimentos incluso más allá de lo que comemos. Los
residuos orgánicos (conchas, cáscaras, papel) se deben reusar en la
producción casera y colectiva del abono que enriquezca la tierra que
nos sostiene.
La
abundancia que amasamos para diciembre en Occidente de alguna manera
debería ser planificada y no constituir una política individual,
sino de Estado, en la que la educación y la comunicación sean
determinantes en reducir el consumo y reutilizar aquello que se salió
de nuestro menú.
El
desprecio por lo que llevamos a la boca contradice los índices de
sobrepeso y obesidad que se incrementan en Venezuela y el mundo, una
pandemia que arrastra sobre sus hombros las principales causas de
muerte entre la población contemporánea, otro gran problema de
salud pública.
Al
final, la supuesta contradicción entre famélicos y obesos en el
mundo no es sino expresión de los hilos que lo mueven, interesados
en la enfermedad y sus posibles “remedios”. Así, encontramos que
quien te vende comida de plástico, también te oferta la pastillita
para que adelgaces, porque la acumulación parece ser un problema que
resuelve una consigo misma, o milagro mediante.