La noche del cuarto día de haber parido a Pola le dio
fiebre. Detectada la infección, recetaron antibióticos y hospitalización… dolor.
Ya tenía los pezones agrietados, sellados como si me hubiese quemado con el encendedor de tabacos de un auto.
Allí estábamos, la madrugada de un lunes bajocero en una clínica cualquiera, con un doctor que me decía que mis tetas podían contribuir a la infección porque podían estar “purulentas”. Eran las doce de la medianoche cuando llamé a la primera de las soldadas de la leche.
A las siete de la mañana llegó una. A las nueve, otra. Más tarde, una fila de tetas de mujeres que ni conocía llovían sobre la boca de mi hija.
La lactancia materna se me transfiguró en un hilo de leche visible entre las mujeres, un lazo primitivo que me recuerda al cooperativismo como forma de (sobre)vivir.
Esa misma tarde, después de “harta agua caliente”, como me decía una madre de leche colombiana, gasa en mano, arranqué mis costras y volví a darle agüita de vida a mi niña.
Ya tenía los pezones agrietados, sellados como si me hubiese quemado con el encendedor de tabacos de un auto.
Allí estábamos, la madrugada de un lunes bajocero en una clínica cualquiera, con un doctor que me decía que mis tetas podían contribuir a la infección porque podían estar “purulentas”. Eran las doce de la medianoche cuando llamé a la primera de las soldadas de la leche.
A las siete de la mañana llegó una. A las nueve, otra. Más tarde, una fila de tetas de mujeres que ni conocía llovían sobre la boca de mi hija.
La lactancia materna se me transfiguró en un hilo de leche visible entre las mujeres, un lazo primitivo que me recuerda al cooperativismo como forma de (sobre)vivir.
Esa misma tarde, después de “harta agua caliente”, como me decía una madre de leche colombiana, gasa en mano, arranqué mis costras y volví a darle agüita de vida a mi niña.