Discurso del profesor Earle Herrera, con motivo del 444 aniversario de la fundación de Caracas, 25 de julio de 2011
Nos contaron los cronistas que el nombre de Caracas proviene de la voz indígena para designar una planta, un bledo que abundaba en las orillas del río Guaire y en toda la fértil zona del valle situado al pie del Guaraira Repano. Nos relataron que así quedaría identificada en los mapas la ciudad y así sería bautizada para los siglos por su fundador, Diego de Losada, un 25 de julio de 1567: Santiago de León de Caracas. Una ciudad con nombre vegetal. Hispano e indígena. De reminiscencias belicosas por Santiago Apóstol –España creó en su nombre una orden militar– y también por la aguerrida tribu de los Caracas, como bien lo observara el poeta caraqueño Aquiles Nazoa (1982: 36 y 37).
Las luchas y el tiempo borrarían la toponímica huella colonial de Santiago. El león seguiría como escudo y emblema. La ciudad quedaría con el nombre autóctono de los que, desde tiempos inmemoriales, fueron sus habitantes y legítimos dueños: los pueblos originarios. La gran montaña que la escolta al norte –el Guaraira Repano–, sí cedería a la toponimia del conquistador. El Ávila, el Monte Ávila sería el nombre dominante y predominante hasta la llegada de la Revolución Bolivariana. También la conquista fue eso: una guerra de voces y palabras, lenguas e idiomas, donde se impuso el más fuerte, pero sin poder evitar el mestizaje lingüístico ni borrar del todo las voces primitivas que vienen desde las primeras noches: Macarao, Caricuao, Catia, Antímano, Guarataro, Chacao, Baruta, Petare, hoy barrios, parroquias o municipios de la ciudad moderna.
Antes, mucho antes de que los españoles intentaran –tan siquiera soñaran– conquistar el valle de los indios Caracas, someter a las bravas tribus y domesticar la accidentada topografía, los aborígenes llamaron a la gran montaña que la escolta Guaraira Repano. El conquistador le cambió el nombre por el de uno de sus capitanes, Gabriel de Ávila, oficial bajo las órdenes del fundador, Diego de Losada. La mezcla de voces y nombres, antes que la de razas y sangre, fue dando origen a lo venezolano, al mestizaje. Nada hay más caraqueño que la hermosa montaña que la escolta, aun después de su bautizo hispano. Todavía hoy guarda los misterios de las remotas noches del Guaraira Repano.
EL VALLE DEL CANTO Y LA DISCORDIA
Bañado por varias quebradas y ríos, el mayor de ellos el Guaire, que extiende su cauce unos 17 kilómetros, el valle de Caracas ve cortada su anchura, no superior a los cinco kilómetros, por la serranía del Guaraira Repano al norte y otra menor al sur, que convergen hacia el este, en un paisaje de colinas que parecían dispuestas para dificultar no sólo la conquista y la colonización, sino la futura urbanización. Sin embargo, fue el lugar escogido por los caciques para sus tribus y, luego, por los españoles para fundar la ciudad que, con el tiempo, sería el centro de poder. La accidentada y dificultosa topografía no ocultaba los encantos del valle. Por sus tierras, se lucharía desde los tiempos de la conquista hasta el sol de hoy.
Así fue desde siempre. Por un lado se le cantaba a los maravillosos paisajes de montañas, ríos y colinas y, por el otro, se le hacía objeto de todas las codicias. El conquistador despojó al indígena de su tierra; el blanco criollo al zambo y al mestizo; el mantuano al ciudadano común; el general de la independencia vuelto terrateniente, a quien se le opusiera. Así se fue formando la casta de los amos del valle, hasta los terrófagos urbanistas de hoy que violando ordenanzas, desalojando vecinos, logrando recursos de amparo judicial, devastando zonas verdes, arrasando vestigios coloniales e históricos, fueron convirtiendo a la ciudad en una mole gris de cabillas y hormigón.
El canto y la oda vienen de lejos. La disputa y la discordia también: desde los primeros tiempos en que el valle de los Caracas fue avistado por los “ilustres varones de Indias”. Para el conquistador Francisco Fajardo, hijo de un español en una hija y nieta de caciques, se convirtió en obsesión. En su empeño de conquista encontró la muerte, luego de varios intentos. Llamó a ese paisaje natural de sus desvelos: “Valle de San Francisco”. Sería Diego de Losada quien coronaría lo que inició Fajardo, cuyo nombre lleva hoy una de las principales autopistas de la ciudad: la “Francisco Fajardo”.
José de Oviedo y Baños, al hacer historia, no pudo evitar sentirse seducido por el valle; su prosa se hizo lírica en elogios y cumplidos para una tierra a la que comparó con el paraíso. Los poetas de siglos venideros no fueron menos emotivos. El insigne cronista, en su obra publicada en 1722, a siglo y medio y un lustro de la fundación, nos entrega su visión maravillada del valle de Caracas:
“Es un hermoso valle, tan fértil como alegre, y tan ameno como deleitable, que de poniente a oriente se dilata por cuatro leguas de longitud, en 10 grados y medio de altura septentrional, al pie de unas altas sierras, que con distancia de cinco leguas la dividen del mar en el recinto que forman cuatro ríos, que porque no le faltase circunstancia para acreditarla paraíso, la cercan por todas partes, sin padecer sustos de que la aneguen: tiene su situación la ciudad de Caracas en un temperamento tan del cielo, que sin competencia es el mejor de cuanto tiene la América, pues además de ser muy saludable, parece que lo escogió la primavera para su habitación continua, pues en igual templanza todo el año, ni el frío molesta, ni el calor enfada ni los rigores del invierno afligen: sus aguas son muchas, claras y delgadas, pues los cuatro ríos que la rodean, a competencia la ofrecen sus cristales, brindando al apetito en su regalo, pues sin reconocer violencias del verano, en el mayor rigor de la canícula mantiene su frescura, pasando en el diciembre a más que frías…”(Oviedo y Baños: 1982: 419-420).
Este hermoso valle que sublimó la pluma del cronista Oviedo y Baños, cuya montaña cambia de matices y colores con las horas del día en un espectáculo real-maravilloso, sería escenario de feroces batallas entre los que llegaron de allende los mares y los que poblaban sus días y sus noches desde los tiempos perdidos en la memoria remota de nuestros antepasados.
El arcabuz se impuso a la flecha; la armadura de hierro al pecho desnudo del guerrero indio; la espada y la cruz al arco y al rito; la técnica y la táctica al puro valor y coraje.
EN EL NOMBRE DEL REY
La conquista del valle fue consumada en 1567, regada con la sangre de las valerosas tribus de los caracas, los tarmas, los mariches, los teques, los arbacos. Sus caciques, Guaicaipuro, el gran jefe; Tamanaco, Paramaconi, Tiuna, Chicurumay, Sorocaima, en acciones del más alto heroísmo, lucharían hasta la muerte antes que rendirse. El poeta de las cosas más sencillas, Aquiles Nazoa, escribió:
“Pocas tierras de América habían vendido tan cara su libertad al extranjero, como estos desnudos hijos de la tierra venezolana cuya hazaña de 15 años en firme resistencia al invasor, arraiga tempranamente en la historia la semilla que después dará su flor más acabada en la figura de un Simón Bolívar. Los últimos caciques en rendir las armas fueron Conopoima y Acapropocón” (Nazoa: 1982: 36-37)
Era la aurora, en el valle, de la vida colonial. Fundar, luego de la conquista, no significaba vivir en paz. El 25 de julio de 1567, Diego de Losada, en nombre de su Majestad, funda la ciudad y la bautiza Santiago de León de Caracas. Al fino observador que es el poeta Aquiles Nazoa, no escapan el lugar escogido por el capitán español para erigir la ciudad ni mucho menos la connotación del nombre con que la bautiza. Así lo escribe:
“Iniciando una de las discusiones de más larga vida que haya suscitado el tema urbanístico de Caracas, no fundó Don Diego la ciudad donde se lo reclamaría un técnico urbanista de hoy, sino en el sitio que su circunstancia de conquistador asediado le permitía mantenerse a prudente equidistancia de los mariches, de los chacaos, de los taramaynas, de las tribus que vigilaban desde los cuatro horizontes. Un hecho quizás significativo de que sus preocupaciones de ese momento no son de orden arquitectónico sino bélico, sería el de haber asociado, para bautizar la ciudad, dos nombres de tan belicoso contenido como el de Santiago, el santo patrón guerrero de las Españas, y el de una de las más aguerridas tribus del valle” (Nazoa: 1982: 36-37).
No estaba despistado el capitán de conquistadores cuando asociaba estos nombres guerreros ni cuando reitera su promesa de levantarle una ermita a San Sebastián, el protector de los hombres contra las flechas. La ciudad no sólo sería asediada por las tribus de los alrededores, sino que, más adelante, habría de resistir la invasión de los piratas desde el litoral, como lo registran en sus relaciones sobre Caracas el cronista Oviedo y Baños (1982) y el escritor Guillermo Meneses (1979), para referirse a la valentía y coraje con que los españoles y sus descendientes defendieron lo que tanto trabajo y sacrificio les había costado conquistar, fundar y edificar.
Así nacía y empezaba a crecer la ciudad en el corazón del valle, entre los sobresaltos de las noches y las duras faenas de los días. El andamio, el bahareque, la madera, las tejas, el metal y la piedra, puestos y dispuestos por el hombre, irán levantando un paisaje urbano en medio del sobrecogedor paisaje natural. No sólo para gusto y maravilla de los viejos cronistas, sino también para los pintores y poetas de ayer y de hoy. Nadie podía imaginar, mucho menos el conquistador Diego de Losada, que aquella ciudad fundada en nombre de su Majestad, sería siglos después la cuna de la libertad y de la independencia del poder de aquel rey.
EL TABLERO DE DAMAS
A poco tiempo de fundada Caracas, los pleitos por la tierra se hacen presentes. Como se ve, un problema viejo, antiguo, no inaugurado por el buhonero que hoy se “adueña” de una esquina ni del buen empresario que hace de la estafa inmobiliaria su modus vivendi. Los españoles que despojaron a los bravos indígenas de sus tierras, pronto se verían peleando entre ellos por un terreno baldío o un solar. Hay bastante espacio para la época, pero la ambición nunca ha conocido límites. En la expansión constante de la propiedad, a las etnias cada vez se les echa más hacía el monte. Y luego, porque las haciendas trepan los montes, hacia el horizonte, que es como decir, hacia ninguna parte.
Hay que poner orden entre los blancos. Ermila de Veracoechea, en su estudio “El repartimiento de las tierras en la Caracas colonial”, escribe: “se fijan así los solares para los primeros conquistadores, que en forma de ‘tablero de damas’ le van dando fisonomía a la ciudad” (Veracoechea: 1993: 91). La fijación de los primeros ejidos de Caracas se realiza el 14 de junio de 1594, es decir, 27 años después de su fundación. Los reclamos y querellas toman hasta cierto matiz cómico, vistos desde nuestra época, por los puntos de referencia que se dan como límites de las propiedades: “Antes de llegar a la estancia de Juan de Guevara”, “junto a donde yo tengo mis conucos”, “una palma verde que estaba junto a un bojío de obejas”, “una piedra verde” o “una piedrezuela larguilla”. Y se reclama terreno porque tengo “muchas hijas por casar” y argumentos por el estilo, como lo apunta Manuel Pinto C, en el libro Los Ejidos de Caracas (Pinto:1968: 9). Se va extendiendo así, sobre el valle, la ciudad colonial de los techos rojos. Una minoría copa cada vez más espacio.
“Ya en el siglo XVIII -destaca Ermila de Veracoechea- las mejores tierras estaban en manos de unas pocas familias principales, emparentadas entre sí: los Blancos, los Tovar, los Ponte, los Palacios y los Liendo, entre otros, dominaban la mayor parte de las tierras más productivas, llegando a ser propietarios de 45% del territorio de la provincia de Caracas.
Todo este proceso de concentración de la propiedad territorial en la provincia de Caracas que se había iniciado en los siglos XVI y XVII se acentúa en la segunda mitad del siglo XVIII y la primera década del XIX, a lo cual contribuyó el auge cacaotero que se inicia en el XVIII. A fines de dicho siglo, el monopolio de los grandes terratenientes incide negativamente en los pequeños propietarios, cuya forma de tenencia de la tierra queda disminuida ante la avalancha de los amos del valle, que en forma determinante se van adueñando de lo que en principio fue el valle de los indios toromaymas, llamados luego indios Caracas” (Veracoechea: 1993: 98-99)
Esta larga etapa colonial empina sobre el valle iglesias y monumentos, colegios y conventos, seminarios y ermitas, catedral y oratorio. El gobernador Diego de Osorio, con el empedrado de las calles, la fundación de la primera escuela, la apertura de lugares para el esparcimiento popular y otras obras civiles le fue imprimiendo a Caracas el perfil de su arquitectura colonial. Es a esa ciudad de techos rojos que se extiende a orillas del Guaire, a la que poetas y cantores de siglos venideros van a llamar “Novia del Ávila”, “odalisca rendida a los pies del sultán enamorado”, “ciudad de la eterna primavera”, “sucursal del cielo”, entre otros cumplidos líricos a la urbe que, como escribe Manuel Pinto C., “atraída tal vez por los vapores volubles de su valle, allana los barrancos, salta acequias y ríos, se sube a las colinas, se mete en las quebradas, y traspone, sin la menor consideración, cuántos términos le fijan a su expansión urbanística” (Pinto C: 1968: 9).
FARO DE LIBERTAD: EL LEÓN SE EMANCIPA
No tuvo Caracas, sin embargo, durante los dos primeros siglos de su fundación, el esplendor ni el peso político y económico de otras capitales coloniales de América. Aun como Capitanía General, por mucho tiempo siguió bajo la jurisdicción de la Real Audiencia de Santo Domingo, hasta donde había que ir para resolver asuntos de negocios o a seguir estudios universitarios. Para un observador de la época, resultaba insospechable que desde esta apacible ciudad colonial, pudiera surgir el fuego libertario -como en efecto ocurrió- que se expandiría por todo el vasto imperio español en América.
El siglo XVIII incubaba las sorpresas. Venezuela es elevada a Capitanía General en 1777. En la segunda mitad de la centuria verán la luz instituciones y hombres que cambiarán, radicalmente, la historia de las provincias y la capital. Si la Iglesia y el Cabildo Municipal aumentan su peso y presencia, en 1721 es creada la Real y Pontificia Universidad de Santiago de León de Caracas, hoy Universidad Central de Venezuela. La Intendencia de Caracas es decretada en 1776. La Real Audiencia de la ciudad en 1876. El Consulado de Caracas en 1793. Y en 1803, por Bula del Papa, es creado el Arzobispado de Caracas.
Con las instituciones y la madurez política y administrativa que va alcanzando la ciudad, vienen al mundo hombres que habrán de ser excepcionales. En ese lapso del siglo XVIII, nace un grupo de venezolanos que harán de Caracas, a la vuelta de unas décadas, la capital libertaria del continente. Entre otros grandes patriotas, la historia registra el nacimiento de Francisco de Miranda (1750), Andrés Bello (1781), Simón Rodríguez (1771), Simón Bolívar (1783), Pedro Gual (1783)
“La más desmantelada, otrora, de las colonias hispánicas de América -escribe don Pedro Grases- está preparada para llevar a cabo, con extraordinaria pujanza en sus decisiones, el papel de avanzada, definidora, de la gesta de emancipación del continente.
“En julio de 1808 -prosigue- supo oponerse virilmente al intento de dominación napoleónica. Y en 1810 asombrará al mundo con el comienzo de la Revolución de la Independencia. Sus ideas se esparcen por todo el ámbito americano y Europa seguirá con atención creciente la resolución de este núcleo social que, después, dirigido por el genio de Bolívar iba a consumar la libertad del vasto imperio español” (Grases: 1988: XXVI)
Cierto. Es aquí, en el valle que vio ayer a Guaicaipuro luchar hasta la muerte contra el conquistador, donde se fraguará la conspiración de Pedro Gual y José María España, fecunda semilla de la gesta emancipadora. Más de dos siglos transcurren entre el grito rebelde del gran cacique de los Caracas y la proclama libertaria de los dos patriotas. De ese aparente letargo de más de dos centurias, despertará la ciudad colonial que duerme al pie del Guaraira Repano. Es éste el llamado que en su proclama hacen Gual y España “a los habitantes libres de la América Española”, en 1797. En 1806, otro grande hijo de Caracas, el generalísimo Francisco de Miranda, lanzará su proclama a los pueblos del continente.
Nótese que tanto Gual y España como el Precursor de la Independencia, dirigen sus mensajes a todo el continente americano. Caracas, “la más desmantelada de las colonias”, se convierte así en faro de la independencia del llamado Nuevo Mundo.
Ya en 1798, Francisco de Miranda había redactado su proyecto de constitución americana. Y en 1801, su proyecto constitucional. Son éstos los antecedentes del movimiento independentista que se iniciaría aquel 19 de abril de 1810, con el Cabildo de Caracas como centro de los acontecimientos. El Acta del Ayuntamiento de tan memorable día, donde se recoge la instalación de la Junta Suprema de Venezuela, se encuentra actualmente en el Salón de Sesiones del Concejo Municipal de Caracas. Es el homenaje perenne de la ciudad a sus próceres y, también, al pueblo caraqueño que aquel histórico día, con un “No”, hizo pronunciar al capitán general, don Vicente Emparan, su célebre frase: “Yo tampoco quiero mando”.
La marcha seguirá sin pausa. Un año y dos meses después, el 5 de julio de 1811, en el Palacio Federal de la Ciudad de Caracas, los representantes de las siete provincias unidas que formaban la Confederación Americana de Venezuela, firmarían el Acta de la Independencia, cuya proclamación fue la primera en Hispanoamérica.
Era el ejemplo que daba Caracas a todo el continente. Mas, no sólo fue ejemplo, sino también hombro, apoyo y vanguardia. Las espadas que consolidarían la independencia proclamada en 1811, durante la larga guerra de emancipación llegarían hasta el Potosí y Ayacucho, sellando así la libertad de la Nueva Granada, Ecuador y Perú.
Caracas no sólo habrá de enfrentar al ejército español, sino también los embates de la naturaleza, y “luchar contra ella”, como lo proclamó Simón Bolívar, a raíz del terremoto de 1812 que casi destruye la ciudad. También contra la superstición explotada por los realistas, al atribuir a un “castigo divino” las calamidades de los fenómenos naturales. El pueblo sabrá sobreponerse, incluso a la pérdida de la Primera República, y el 14 de octubre de 1813, la Municipalidad de Caracas le confiere a su más grande hijo, Simón Bolívar, el título de Libertador.
Bajo su mando, luego de una cruenta década de victorias y reveses, el 24 de junio de 1821, en la Batalla de Carabobo, se alcanza la liberación de Caracas y de casi todo el territorio venezolano. La ciudad que vio nacer a Miranda y Simón Rodríguez, a Bello y a Simón Bolívar, se perpetuará en la Historia y en la conciencia americana como la capital libertaria de América.
¡ADIÓS PARÍS, HOLA NUEVA YORK!
Ésta es la ciudad del 19 de Abril de 1810 y del 5 de Julio de 1811. Guillermo Meneses diría que Caracas es Venezuela “y en Caracas se perfeccionan –al tomar el poder- las ‘revoluciones´”. Después de la guerra de Independencia, el país se vio infestado por los alzamientos y montoneras durante casi todo el siglo XIX. Fueron aquellos los llamados por Antonio Arráiz “Los días de la ira”, (Arráiz: 1991). Pero el destino final de los sublevados era Caracas. Nadie cogía el monte para quedarse allá, sino para desde allá, avanzar sobre la capital de la República.
El autor de “La mano junto al muro” lo destaca:
“El ´Gobierno´ combatía a los alzados en cualquier sitio de Venezuela y, por fin, el que ganaba había de entrar a Caracas para asumir la autoridad. Así fue muchas veces con Páez, con Cedeño (el que regaló a Guzmán su ´quinquenio´), con Crespo, con Castro. El que no llegaba a Caracas había perdido” (Meneses: 1979: 40)
Centro del poder, en la ciudad capital cada Presidente quiso dejar su huella y, en el caso de Guzmán Blanco, hasta sus estatuas. No es mucho el cariño, en el aspecto físico, que se le puede hacer a una ciudad recién salida de una larga y devastadora guerra. A lo más que se puede dedicar es a restañar sus heridas. Si a esto se suma el hecho de que, lograda la independencia, será escenario de una prolongada lucha de facciones y de inestabilidad política, el panorama no resulta muy alentador.
No obstante, en medio de las vicisitudes, se hace lo que se puede y la ciudad sigue creciendo. De los presidentes del siglo XIX, el más citado y nombrado por sus ejecutorias en función del aspecto físico y el ornato de Caracas es Antonio Guzmán Blanco, llamado el Ilustre Americano. Lo que asombró y enorgulleció, por qué no, al caraqueño de la segunda mitad del XIX, es hoy motivo de crítica y, en no pocos casos, de burla y sarcasmo. Principalmente, el afrancesamiento que signó, también en las obras civiles, la época de Guzmán.
El Ilustre Americano –como se hizo llamar- quería modernizar la ciudad capital y su inspiración –hoy se diría paradigma- era París. Es innegable que construyó grandes obras, muchas de las cuales, quieran que no sus detractores, hoy todavía simbolizan a la ciudad. Con su fina ironía Guillermo Meneses escribe: “no hay duda de que el guzmancismo es caraqueño en muchos sentidos”, aunque en su obra “modernizadora” Guzmán arrasara con muchos edificios y templos coloniales. Con ello, además, le pasaba factura a la jerarquía esclesiástica, con la que se había peleado sin tregua desde su primer Gobierno, hasta el punto de amenazar con fundar una iglesia católica venezolana, cuyos curas y autoridades fuesen elegidos por la feligresía.
Muchos templos y conventos caen bajo la pica guzmancista. Desde el Convento de las Monjas Concepciones para construir el Capitolio Federal, hasta la iglesia de San Pablo para hacer un teatro. “Cualquiera que viva en la Caracas de hoy -apunta Guillermo Meneses- puede encontrar las huellas de Guzmán. Casi cien años han transcurrido desde entonces pero todavía usa Caracas el Palacio Federal, el teatro Municipal, la iglesia de Santa Teresa” (Meneses: 1979: 94). A Guzmán no lo detuvo el ayer colonial, como los constructores de hoy no se detienen ante ningún vestigio de nuestro pasado histórico. Sobre ese siglo XIX, Guillermo Meneses nos resume:
“Del gumancismo vienen los ferrocarriles, los boulevares, no pocos edificios aparatosos y solemnes (…). Crespo ha dejado su palacio de Miraflores; las parroquias San José y La Pastora estrenan sus templos y su categoría desde Rojas Paúl; Castro hará edificios creados por el arquitecto Chataing: el Palacio de Justicia, el Ministerio de Hacienda, el Teatro Nacional” (Meneses: 1979: 94)
Ya en el siglo XX, en 1908 asume el poder el general Juan Vicente Gómez, quien gobernará con mano férrea durante 27 años. La ciudad se sume en el silencio y el miedo, pero incuba la protesta que dará origen al movimiento estudiantil de 1928. Por esa larga noche dictatorial, don Mariano Picón Salas asienta que Venezuela entró al siglo XX en 1935, año de la muerte del dictador.
El petróleo hizo su aparición en la vida venezolana y trastocó la economía tradicional del país. Poco a poco, empezará el abandono de los campos y las migraciones hacia las ciudades, principalmente hacia la capital, ya no se detendrán.
Desde la reurbanización de El Silencio emprendida por el general Isaías Medina Angarita, hasta la construcción de autopistas y superbloques adelantadas por Marcos Pérez Jiménez, irán cambiando la faz de la metrópolis que algunos, como don Alfredo Cortina (1976), llamaron con nostalgia “la ciudad que se nos fue”.
De aquel afrancesamiento de Guzmán, con sus edificios que “parecían pasteles” y su “barroco de relojería”, pasaríamos a una concepción arquitectónica más “a lo Nueva York” que signaría los sueños urbanizadores del general Pérez Jiménez, en la década de 1950. Es hora de despedirnos de la vieja y romántica París y darle los buenos días a Nueva York. Y también, desde entonces hasta hoy, a los problemas que traen consigo las grandes ciudades: congestionamiento vehicular, crecimiento demográfico, encarecimiento de la tierra, insuficiencia en los servicios, disminución de zonas verdes, en fin, que no es gratuito parecerse a Nueva York. Como no lo fue ayer, diría en su defensa el general Guzmán Blanco cuando demolía conventos coloniales para levantar cúpulas góticas, parecerse a París.
“Los problemas de tránsito fueron multiplicándose a medida que fue creciendo la ciudad. Nacieron las grandes avenidas Bolívar, San Martín, Urdaneta, Sucre, Andrés Bello, Nueva Granada y Francisco de Miranda, pero no fueron suficientes. Luego vinieron las Fuerzas Armadas, Universidad, Baralt, Libertador, Solano, Lecuna, y muchas más, pero el tránsito en la ciudad se hizo cada vez más difícil. La población crecía y el número de vehículos crecía a una tasa mayor. Se construyeron las autopistas del este y del oeste que juntas tomaron el nombre de Francisco Fajardo, la del Valle, la Cota Mil (…) y los grandes distribuidores de tránsito, algunos con curiosos nombres como El Pulpo, La Araña, El Ciempiés. La ciudad siguió creciendo” (López Acosta: 1990: 101).
También se multiplicaron las exigencias, problemas y reclamos. Ya Caracas es una ciudad que se empina en altas torres y enloquece a los planificadores. El verdor de los cerros se ve desplazado por los ranchos y el de las colinas -todo es cuestión de semántica- por las quintas y mansiones. Ni París ni Nueva York ni siquiera un híbrido de algún arquitecto que hubiese mezclado en su mente los delirios afrancesados de Guzmán Blanco con los neoyorquinos de Pérez Jiménez. El paso de la Venezuela agrícola a la de una economía petrolera, obviamente incidirá no sólo en el aspecto físico, sino también en el cultural y espiritual. El crecimiento poblacional y el auge de la construcción agotan el angosto valle. Ya no se puede crecer sino verticalmente. El parque Central marca la pauta de concreto. Mientras más se acerca al cielo, la ciudad es cada vez menos la “sucursal del cielo” que soñaron los poetas. Pero tampoco es el infierno de los apocalípticos, pues de serlo, no se explica cómo tantos millones de personas buscan con afán sus pailas.
En lo histórico y político, la ciudad que fue faro libertario para el llamado “nuevo mundo” en el siglo XIX, es en el XXI, cuando tú caminas por el parque con tus hijos, vanguardia de integración y el ejemplo a seguir, como pauta nuestro Himno Nacional, en las luchas de liberación de los pueblos de la América Latina y caribeña.
Caracas marca hoy en el continente el camino que le marcó el más grande de sus hijos: el Libertador Simón Bolívar. El camino que se truncó -o truncaron- en el sueño bolivariano de la Gran Colombia. El de la integración de nuestros pueblos. El de la Patria Grande.
En Caracas nace hoy el sol de un nuevo amanecer americano; ese que ilumina la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA). Ese cuyos rayos hacen una realidad la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). Es el sueño gran bolivariano que convoca, desde Caracas, a la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). Es, digámoslo sin mezquindad, el ideal del más grande caraqueño de siempre, continuado por la revolución bolivariana y por su líder indiscutible de esta hora y este siglo: el comandante Hugo Chávez.
En lo físico, la ciudad no será el valle bucólico que maravilló al cronista colonial, de variadísima vegetación regada por el Guaire y los ríos que bajan de norte a sur: el Caruata, el Catuche o el Anauco, pero tampoco la pura selva de concreto de una ciudad sin alma, donde la crítica extrema del progreso o una cierta nostalgia crónica sólo ven sombras anónimas engullidas por el tráfico citadino.
Hubo, como escribió don Alfredo Cortina, una “ciudad que se nos fue”. En realidad, se nos fue un tiempo, una época, porque la ciudad, más bien, siempre está llegando, creciendo, avanzando.
Es la ciudad en un gerundio progresivo y progresista.
Es Caracas, nuestra Caracas, en un infinitivo y un gerundio que expresan un canto a la vida. Es Caracas, nuestra Caracas, en un permanente, colectivo y bolivariano… VIVIR VIVIENDO.